Prácticamente famélico, hinqué el diente a esa comida con la avidez de un ratón hambriento. Llevaba tiempo sin alimentarme. Engullí el plato sin apenas reparar en lo que pudieran decirme los sentidos sobre el aroma o el sabor. No obstante, recuerdo que comencé a llorar de alegría al tiempo que introducía cada bocado humeante en mi boca de aquella plasta ambarina que probablemente fuera algún tipo de sucedáneo de la patata, un alimento que siempre me fascinó por la facilidad con la que podía complacer cualquier paladar. En la misma loza, lo que me pareció un huevo frito, satisfizo mi ansia, a pesar de encontrarse deshinchado, mustio o sin vigor; hecho que no evitó que sucumbiese al acto de mojar parte de la hogaza de pan –de la que disponía– en un cachito de yema que llegué a considerar de lo más suculento.
Una cantidad ingente de moho recubría las paredes de la celda, puede que por la humedad que soportaba el lugar desde tiempos inmemoriales. Aprendí a convivir –en poco tiempo– con aquel olor a orín y a heces que hasta un animal habría abominado. Siempre con fe en recuperar la libertad, porque que decidieran alimentarme –por fin– fue una buena señal: les era útil. Tal vez solo por ganar tiempo, porque este tipo de embrollos siempre se resuelven del mismo modo: por la fuerza o con más violencia.
Pude oír cómo los hombres de fuera gritaban ante el asedio a la fortaleza. Imagino que las huestes de mi primo rodeaban el castillo con tal de liberarme. Ignoraba el alcance de la negociación, pero finalmente el ruido de las catapultas hizo indicar que esta no había llegado a buen puerto. Uno de los proyectiles casi llegó a impactar donde me encontraba lo que hizo huir a los pocos que aún allí se hallaban. Tras maldecir por lo cerca que estuvo la bala de acabar conmigo, recogí –introduciendo mi mano por entre los barrotes– las llaves que uno de aquellos bribones arrojó al suelo por la confusión. Escapé tras abrir la cerradura.
Harapiento, salí al exterior. El caos era notable. Decenas de cuerpos del grupo invasor –de los que se hicieran con el lugar– yacían en el suelo con una flecha clavada en el cuello o destrozados por alguna de las enormes piedras que superaron la muralla. Los que aún permanecían con vida hacían frente con la espada a una guardia real que había logrado penetrar con ayuda de un ariete. Ruido de acero, algún alarido y, al cabo, un silencio que pronto se vio interrumpido por los cánticos que proferían los salvadores.
Mi sorpresa fue cuando fui prendido por los soldados. No caí en un principio en que el bellaco de mi primo había tramado todo. Ahora era un héroe ante la plebe. Yo el botarate que permitió que el castillo fuera ocupado. ¡Qué ironía! Volví a encontrarme recluido en la misma celda, esta vez sin esperanza alguna, y sin nada que echarme a la boca.
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