Quizás el perfume del puchero impregnado en la masa de los raviolones que atraviesa las paredes desde la cocina hasta el lúgubre comedor, mientras me quito la campera para acomodarla en el respaldo de una silla. O quizás la despiadada mezcla del olor a humedad de las paredes, que se funde con la impiadosa voz de un locutor de fútbol de domingo a la tarde que, tan disonante, “dis-suena” en mis oídos de 7 años de edad. Todo en el retrato de mi abuela “beso mojado que no tengo permitido frotar”, colocando el queso rayado en el centro de la mesa. Algo estrella mis ojos honestos sobre los platos deshonestos cuando escapo del comedor al baño. Pero más radio y más humedad de fondo, y más domingo. Y corro a la cocina, al epicentro del aroma, para que mi tía, para que mi abuela… para que sin parar reboten en mí como pelotas de vidrio astillado que se clavan en la carne de mi cerebro antes de seguir rebotando para clavarse de nuevo. Rebotando y clavando las escucho:
“Que grande que estás Ignacito, ¿no te vas a lavar las manos? (ya fui). Andá a lavarte las manos ¡hacenos el favor! (Es que ya fui) ¿cómo te está yendo en el colegio? Tu papá dice que bien, ¿verduras comés? Porque los raviolones son de verdura (claro, yo como todo) ¡Cuidado con el pimentero ese! Tranquilo vos ¿Eh? (Es que tengo siete años). Cuidado que sino ¡te rompo el alma! ¡Y lavate esos anteojos por favor que vamos a comer! ¿Lo saludaste a tu abuelo? (Sí, ya lo saludé).”
Y entonces no puedo más que saludar a mi abuelo “pastilla de menta” nuevamente, antes de sentarme a comer (nuevamente).
En la mesa todo es automático. Se automático come sin alimentarse, se automático habla sin decir, se automático cree sin crear, se automático “que rico todo”…
Y yo que trago.
Y todo es estómago de mis 7 años.
Porque todo mantel almidonado. Porque todo paquete. Porque todo masa que se estira a la fuerza por una máquina incandescente que lleva regurgitando mesas de domingo durante generaciones.
Mentiras a baño maría.
Y ahora me siento nuevamente en una mesa del pasado. Luz lúgubre frente al último raviolón que no comí. Interrumpo a mi abuela (engrudo bajo las uñas) que no para de alimentarme con sus palabras, cuando levanto mi mano de 36 años y abro mi boca que ya no come de esa mesa, pero que habla de ella. Entonces el corso familiar calla y me mira desde sus ojos fantasmas desatendiendo los platos rotos bajo la pasta fría. Y yo que:
– “¡Los amo y los libero! El almuerzo terminó, no pasa más ¡Son libres!”
Y las manos de amasar que abren, y las bocas de morder que ríen, y las narices de insinuar que huelen, y las lenguas de mentir que hablan. Escucho «gracias» y escucho silencio, y no escucho más, y siento.
Y la «cocina – familia» es libre, y en su libertad me sacio.
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