El fogón al centro de la habitación, el humo dibujando figuras y escapando por las hendijas de la muralla, una vieja mesa con tantos años como la dueña, una olla colgada sobre el fuego negra de tanto recibir hollín. Y en medio de todo esto, estaba ella, la única persona que era capaz de resistir el humo, mi abuela. Los demás solo entrabamos y salíamos con los ojos rojos, llorosos y tosiendo, ella podía estar ahí todo el día sin hacer ni una mueca de incomodidad.
En aquella cocina, la abuela daba sabor a comidas de campo con el inconfundible olor a manteca, humo, orégano fresco y otras especies que salían del huerto. Llenaba nuestros sentidos aun cuando nos encontráramos lejos de la casa; nuestra boca empezaba a salivar y remojar la garganta con solo pensar en las delicias que nos esperaban, inconscientemente nos hacia apurar el tranco para degustar pronto lo que había preparado.
La ensalada de tomate con cebolla picada de pluma y dando un toque verde el cilantro sobre ella hacia único su sabor y aroma (ensalada Chilena).
El ají verde compañero de cada comida, cortado en anillos o laminado golpeaba la nariz con su fuerte y punzante olor en verano o el ahumado característico del merquén en invierno.
La tetera estaba siempre hervida en el rescoldo del fogón,- con el mate sobre la tapa invitando a la visita un amargo, pero reponedor sorbo para reposar el viaje y contar historias ocurridas durante el trayecto.
A la hora de elegir el pan hacíamos reverencias a la tortilla de rescoldo que la abuela amasaba. Todos buscábamos el rincón con menos humo de la cocina para mirar como preparaba la harina, salmuera, bicarbonato y manteca para dar vida a una rueda de unos cincuenta centímetros de diámetro y cinco centímetros de espesor que sobaba con mucho vigor y cariño. Para cocerla tenía un azadón pequeño con el cual retiraba toda la brasa viva del fuego dejando solo la ceniza caliente del piso del fogón, colocaba la tortilla y tapaba con ceniza y brazas para después de un rato calculado por la experiencia de años; retiraba la ceniza de encima y con una paleta de madera la retiraba del fuego para limpiarla con paños de lino para posteriormente envolver guardar el calor y humedad necesaria. El aroma y sabor del bicarbonato más el aderezo de la mantequilla fabricada por ella, la taza o jarro de té humeante hacían el complemento ideal para que el hambre fuera desterrada de nuestros estómagos. No debíamos extrañarnos de los trozos de carbón incrustados en la corteza de la tortilla que le daban ese sabor diferente.
Tan fácil recordar, tan difícil definir el aroma y sabor asociado a estas comidas que se fueron con ella y que hoy ya no se cocinan.
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Después de todo debo explicar que no tengo fotos ni audio para esta historia solo el recuerdo de los aromas emanados desde esa cocina y la memoria viva de mi abuela.
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