Una historia de alquimia
Cada invierno, el amanecer nos regalaba su aliento de bruma, fresco en la piel y espeso en la nariz. La tierra se desperezaba y nosotros con ella. El aroma del prado húmedo y adorable, despabilaba los sueños nocturnos y salíamos al patio en busca del agua helada del aljibe que sonrosaba nuestras mejillas de vergüenzas infantiles.
Desde el galpón, cercano a la casa, llegaba el olor del pan recién horneado esperando impaciente para ofrecerse al sacrificio, acompañado en su aventura, de los sonidos caóticos de ollas, cucharones y platos que se estrellaban disonantes y escandalosos, contra el silencio de la mañana.
Y en medio de las paredes renegridas por años de humos cocineros, emergía en constante movimiento, trasmutando el fruto de su quinta en manjares increíbles, mi tía la alquimista.
Una vieja cocina, cual eterno atanor, regaba con su calor y resplandores amarillos y naranjas, la mesa a la cual corríamos a sentarnos atropellando el aire perfumado de esencias ancestrales. El aroma a leña seca inundaba nuestras almas de paz y sosiego mientras caíamos rendidos frente a la redondez de esa luna dorada aterrizada frente a nosotros. El crujir de su costra irregular y recia, rebotaba en las paredes desparejas hasta llegar suave y apetitoso a nuestros ansiosos oídos despertando definitivamente, todos nuestros sentidos. Y descubríamos por fin, como una nube de algodón dispuesta a ser deshilachada, la blanca miga que emergía de aquel pan humeante y perfumado. ¡Qué extraña transformación la del trigo convertido en harina, burbujeante de levadura y bendecido por el agua de manantial! ¿No era aquello acaso un milagro?
Mientras tanto, el agua borboteaba en una antigua y tiznada caldera de hierro fundido, buscando subir al cielo para convertirse en nube y escapar si era posible; pero sus empeños solo lograban empañar los helados vidrios de la pequeña ventana donde a veces nuestros dedos, dibujaban otros mundos.
Era el reino de los cuatro elementos alquímicos: Tierra, Aire, Agua y Fuego, en perfecta y ajustada armonía, integrándose misteriosamente, transformados pacientemente en alimento.
El sol comenzaba a duras penas su jornada, abriéndose camino entre la niebla, templando el aire, iluminando el mundo. Y nosotros estirábamos ese momento único entre risas y bromas solo para llevarnos en la memoria, un poco más del sabor y los olores secretos que habitaban ese lugar sagrado donde se descubría cada día, la piedra filosofal, la esencia del mundo.
Mi tía alquimista, afanosa e inquieta, no dejaba de revolver ollas, mover sartenes y aplicar de memoria sus antiguas recetas, mientras comentaba entre risas nuestra flojera.
Y sucede entonces, que la vida se llena de imágenes, sabores y olores, cada vez que los vapores escapados misteriosamente de alguna cocina, me devuelven la imagen de las mujeres y hombres que en mi familia, construyeron mi memoria sensitiva. La más fiel de las memorias.
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