Subperspectiva

            El olor a estofado llegaba desde la cocina del apartamento de Víctor hasta el descansillo. Se filtraba bajo las tapas de las cacerolas, atravesaba el salón con estampados florales en las cortinas y se arremolinaba por un instante en el recibidor de la casa. Allí, sobre la zapatera, descansaba la foto de Víctor, mucho más joven de lo que aparentaba ahora, abrazado a una mujer, también joven. Al lado del retrato, una rosa cortada de aquel mismo día y sobre la mesa de la cocina, un solo plato, con sus cubiertos.

        El olor no se detuvo allí, sino que flotando en el aíre del descansillo fue recorriendo todo el espacio hasta toparse con la puerta de enfrente. No era esa la puerta que buscaba pero, al oír de fondo el llanto de un bebé, decidió colarse por la cerradura. El pequeño, dentro de su cuna, lloraba más y más fuerte en un intento desesperado por sobresalir de la encendida discusión que mantenían sus progenitores. Así pues, el olor no tuvo más remedio que expandirse hasta ocupar toda la habitación y poco a poco, los dos hombres dejaron de gritarse, percatándose entonces de lo tarde que era y de que su bebé aún no había tomado la papilla de buenas noches; mientras uno lo cogía en brazos para consolarlo, el otro fue a prepararla.

         Cuando todo se calmó, este continuó su viaje ascendiendo por el hueco de la escalera y saliendo, a través de una ventana, al patio de luces. Necesitaba retocarse con algún aroma nocturno antes de visitar a la nueva inquilina, llegada esta mañana. No le hizo falta llamar al timbre ni presentarse. Le bastó aguantar la respiración para pasar entre las rendijas de la puerta y plantarse ante ella. Fue entonces que comenzó a empapar la pituitaria de la mujer y recorriendo las circunvoluciones de su cerebro, consiguió aflorar en ella sentimientos, largo tiempo dormidos. «Víctor», gritó, sin poder contener las lágrimas. Y apretó contra su pecho una foto que al olor le resultó familiar.