Cada tarde, Teresa se sentaba al borde de la piscina, con los pies colgando sobre el agua. Observaba la puesta de sol entre los dos cipreses de la casa de la Provenza en la que cada verano desconectaba de todo durante unos días.
La hora mágica llegaba cuando el mar casi se escondía por la bahía de Bandol y, de repente, todas las cigarras se callaban a la vez. Era adicta a ese momento, pasar del ruido constante y permanente al silencio total. Eso era lo que la llevaba año tras año a recorrer miles de kilómetros, como la polilla que busca su luz.
Dejaba el salvaje Atlántico con sus playas de arena blanquecina, su agua fría, sus olas indómitas, su casa y todo lo conocido para sentir el silencio abrupto que provocaban las cigarras. Era un paisaje con un encanto distinto. Ese Mediterráneo caliente, apacible, de arena oscura y lleno de leyendas de antiguas civilizaciones.
Había llegado a Sanary por casualidad unos años antes y, desde entonces, cada año repetía en busca de sus olores, sus colores y sus cigarras. Cada año se alojaba en la casa que pesca la Luna. Hacía turismo por la mañana y por la tarde descansaba en una hamaca mientras leía un libro, dormitaba, bebía algún mojito y esperaba a que llegase su momento favorito del día y del año.
Había llegado en el año 2004 escapando del dolor. Nada la consolaba así que había cogido su pequeño coche y, después de dos días de viaje, llegó a aquella villa con su mercado al borde del mar, sus barcos tradicionales y con su sonido intenso de cigarras. Al principio se alojó en un hotel, turístico, al borde del mar. Un día, haciendo la compra se encontró con una mujer muy guapa que hablaba por teléfono en español. Se pusieron a hablar. Ella le contó que llevaba más de 30 años en Francia. Decidieron irse a tomar un café y mientras lo tomaban ella empezó a llorar. Le contó todo. Abrió su mochila, con su pena, con toda esa intensidad que brota cuando abres el embalse del dolor. Allí su salvadora le contó que tenía una pequeña casita en su finca, apartada de la casa grande. Estaba en la colina, lejos del centro pero con vistas al mar. Se la ofreció para que sanara. Para curar sus heridas. Teresa dudó sólo un instante y aceptó. Recogió sus cosas del hotel y se marchó con aquella mujer que le había ofrecido todo. Allí encontró la paz. Le abrieron las puertas como a una vieja amiga. Compartía la mesa con sus anfitriones, aprendió recetas francesas con mezcla de españolas, conoció a parte de los parientes que llegaban de muchos sitios a disfrutar de la hospitalidad de aquellos seres de luz. Ese primer verano aprendió a esperar a que se callasen las cigarras, a que las heridas toman tiempo en curarse y a que las cicatrices nos recuerdan lo fuerte que somos. Y se convirtió en una más.
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