El viejo Chirolo, como siempre, sudaba la gota restregando el sucio y largo piso que le había tocado limpiar. Piso nauseabundo, pegajoso, por la negra grasa que lo cubría al ser pisoteada por el gran número de cocineros que se movían entre parrillas y asadores del gran restaurante de moda en la isla de Manhattan.
Había logrado entrar a la postulación con esfuerzo, a empellones, entre algarabías e insultos; era la oportunidad de su vida, nada lo haría ahora desistir de su propósito. Ya instalado en su lugar de trabajo, sabiendo el manejo de lo que tenía que hacer, empezaba a acariciar el momento del pago por su faena y la recompensa ofrecida por el esfuerzo en dejar reluciente el largo pasillo de los maestros Chefs y cocineros.Su mugroso overol desechable acabó de guardarlo para otro futuro trabajo; todo había concluido cuando ya el reloj indicaba las 5 de la madrugada, mientras el cansancio lo empujaba a caminar hacia el administrador que los esperaba detrás del escritorio. Siempre lo mismo, la misma cara fastidiosa, irónica que contemplaba frente a él la silenciosa fila; eran simples pordioseros, blancos, negros, asiáticos, lo último de la escala de valores de un barrio de Nueva York, los que ocupaban diariamente el lugar miserable de lavar y dejar reluciente la cocinería del gran Manhattan. Cabizbajos, cansados, luego de recibir su pago lograron sentarse en el rincón de siempre, esperando la orden de pasar a comer lo que quisieran: sopas, ensaladas o carnes a su gusto, un magnífico festín, total eran sobras del día anterior.
El viejo Chirolo sabía desde temprano el menú que se les ofrecía, se largó con la bandeja a ocupar el lugar ya pensado; toda una mañana batallando para llegar a esto lo hizo rejuvenecer, sus ojos le brillaban cuando su bandeja sucumbió al peso del manjar esperado, a duras penas pudo sostenerla y llegar vacilante al gran mesón.
Se amarró al cuello la vieja servilleta que siempre portaba, mientras miraba golosamente el gran pedazo de carne jugosa que vibraba en el inmenso plato que la sostenía; la sentía propia, olfateándola golosamente por el olor fragante, inmenso que emanaba. Se dio cuenta que el momento de la lujuria…y de la gula había llegado. Muchos días de hambre pasaron, antes de ver un plato de comida como este, era el momento de disfrutarlo.
Con un gruñido de satisfacción dejó a un lado el cubierto que se le ofrecía; luego de arremangarse la camisa, atrapó sin asco la presa con sus manazas peludas. Con su fabulosa mandíbula la destrozaba, oliéndola a cada momento, disfrutando inmensamente de su sabor mientras la espesa grasa corría por entre sus dedos y brazos. La carne y ensalada poco a poco sucumbieron devoradas por Chirolo, hasta la última migaja de pan que había paladeado atrapando la deliciosa grasa del plato. Agradecido se levantó, sabiendo que nunca, con todo el oro que juntara en su vida, iba a ser posible darse el inmenso gusto que le brindó una mañana de trabajo.
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