Muchas veces, llegada la hora de colación, mis compañeros y yo salíamos en busca de un lugar que nos alimentara bien; rico, pero livianamente para que en la jornada de la tarde nos sorprendiera lo menos posible este sopor inmanejable que naturalmente, nos asalta después del almuerzo. No podíamos dar con un lugar al que pudiéramos ir siempre, sin miedo a equivocarnos y no quedar con gusto a poco o nada. Ya sea por la cantidad o por la maña de algún contertulio, indistintamente alguien no quedaba satisfecho. Un buen día llegó Martín C. a trabajar con nosotros. Era un joven como todos, pero con sensibilidad distinta. Componía y musicalizaba sus propias canciones, y esto le distinguía de cierta manera. Una vez que ya se aclimató al qué hacer frecuente de la oficina, y nosotros a él también, comenzó a acompañarnos a escoger un lugar para almorzar. Escoger entre dos o tres lugares. Y en la medida que lo íbamos conociendo, íbamos entendiendo lo que le gustaba de comer, y digo bien: de comer. Porque para él, no solo es el acto mismo de sentarse a almorzar algo. No, para él era todo un rito, como diría mi difunta madre, desde escoger un restoran con variedad de menús; buscar un lugar cómodo y tranquilo para disfrutar la comida; elegir el menú adecuado para cada día que, según él, dependía de la vista y el olfato y disfrutar del menú escogido. Ya ven porqué digo sensibilidad distinta. Por último, los recuerdos, en su caso, el de su abuela cocinando.
Pronto ya escogíamos entre cuatro o cinco lugares los menús. Para mí fue todo un descubrimiento, no podía imaginar que tanto concepto previo, venía con el apetito. Todos fuimos aprendiendo de él en medio de bromas que Martín C., con gran humor, sabía recibir. Sin embargo, por más que aprendíamos de él, del disfrute de un almuerzo, sentía que no podía gozar las comidas que escogía, porque todo me seguía sabiendo lo mismo.
Un día, nublado y muy frío, fuimos en busca del lugar que nos sentaría a disfrutar de un almuerzo. A todos nos apetecía lo mismo y recordábamos el olor del caldo de carne, el trozo de carne, del zapallo, el choclo, el cilantro. Todos coincidimos en una cazuela y llegamos a un lugar que la ofrecía.
Entro corriendo, desde el patio, junto a mis hermanos, y enseguida el olor de la cazuela, nos recuerda que tenemos hambre. Lavado de manos y luego de una revisión de aseo, nos sentamos. Las ganas de seguir jugando se acaban cuando llega el plato, rebozado en una sopa caliente de carne, vapor, choclo, fideos cortos, papas. Una sonrisa se nos escapa por el deleite de sabores que viene y es que ese plato, ese olor, es inolvidable.
«Buen apetito», nos dice la mesera. Y el primer bocado, me hace cerrar los ojos y decir emocionado: “Mi madre debe estar cocinando hoy”.
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