Mis abuelos, los abuelos de mis abuelos y los que les seguían: todos sabían hacer curanto. Cada generación tenía su toque especial. Julia, mi bisabuela, le colocaba cholgas ahumadas. Mi bisabuelo Gilberto le agregaba un trozo de lechón. Mi abuela Juana no le ponía almejas y mi abuelo Carlos solo usaba mariscos recogidos durante la luna llena.
Una vez al año, se realiza un curanto en hoyo con toda la familia, donde se cuentan las historias más increíbles que uno pueda imaginar. Cada participante prepara su mejor relato y en éste evento social, nadie se aburre. La historia más popular era la que contaba mi bisabuelo Gilberto, que año a año repetía, sin que nadie se lo hiciera notar.
Mientras se colocaban los mariscos en el fogón y se cubrían con hojas de nalcas, don Gilberto comenzaba con su frase típica: “En los años de mi juventud…”. Luego, elevaba levemente su voz y todos callaban: “trabajaba en la Estancia Dorado, allá abajo en Tierra del Fuego”. Doña Julia suspiraba bajo su aliento mientras tapaba el curanto: “madre mía…”. Gilberto nos miraba a cada uno, para asegurarse de que todos estábamos escuchando y decía “No tenía mucho dinero, había que ganarse la vida. Así que empecé a robar unas cuántas ovejas para venderlas en Argentina. Pero no se confundan… yo no era como esos Hermanos Pincheira”.
Mi madre me pasó el mate y lanzó una mirada amenazante: “¿azúcar?”. Yo desistí. Don Gilberto seguía con su historia: “un día, nos agarró la nieve en la cordillera. Poco a poco fui comiéndome las ovejas, luego los perros… Y solo quedaba la yegua. Al final, decidí carnearla. Tan triste fue… esa yegüita, la Estrella, era mi preferida”. Todos fingimos asombro y dijimos palabras de consuelo. “Después de comerme a mi Estrella, decidí dormir adentro de su cuerpo. Bueno, hacía mucho frío e hice una pequeña fogata en el interior de mi pobre Estrellita…. Así fue no más.”
Le pasé el mate a mi hermano y a pesar de haber escuchado esta historia con anterioridad, sus ojos estaban humedecidos de emoción. “Me quedé dormido dentro de mi yegüita. La mañana siguiente saqué la cabeza para mirar y ¡no lo podía creer!”. Todos gritaron de espanto y mi abuela Juana empezó a guitarrear una melodía. “¡Estaba volando! Cuatro cóndores habían agarrado cada una de las patas de mi Estrella y me bajaron suavemente a los pies de la montaña. Me miraron, movieron sus alas, como si estuvieran despidiéndose, y salieron volando. Y así me salvé, gracias a esos increíbles cóndores”. Hubo un gran aplauso y un par de risas nerviosas. Don Gilberto se sacó el sombrero e hizo una pequeña reverencia. Al terminar la historia, doña Julia exclamó: “ya, déjense de hablar tonteras y siéntense a comer su curanto”. Nadie cuestionó la orden, ni don Gilberto se atrevió a protestar y todos corrimos a sentarnos a la mesa.
Lo mejor estaba por venir.
*Basado en los relatos orales de estancieros de la Patagonia
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