Volví al inicio. Misma casa, misma cocina, mismo todo, solo la ausencia que se hacía más desoladora, más inmensa con cada día que ha pasado desde cuando ya no estás más.
Estaba en esas cuatro paredes que me vieron crecer, que me vieron discutir contigo, que nos vieron reírnos de todo y de todos, que te vieron hacer magia con tan poco y que te vieron dar tu último suspiro.
Y miré todo, quise tratar de imaginarte, de rescatarte de entre esos recuerdos tan esporádicos que vienen y van, como tu voz, que casi ya no recuerdo, que ahora solo es una mezcla con el vacío.
Todo estaba tan igual, más no toqué nada, por miedo a que cuando volviera otra vez, porque lo haría, tu esencia, tu misma, no estuvieras más, transformándose en mi miedo más arraigado: olvidarte.
He buscado, he estado por muchos lugares y probado muchas comidas, pero todas me saben a lo mismo: a comida hecha por un desconocido. Y lamento tanto no poder recordarte del todo en esa cocina, pequeña y casi vacía a la vista, pero llena de algo que un simple mortal, no podría ver.
Cuando volví de esa visita tan dura, intenté replicar una de tus enseñanzas, pero terminé siendo una torpe y nada salió bien, solo pude recordar que eras la más loca, la única que se le ocurría tomar sopa en un día en verano, cuando hacían 30°C o más, pero ojalá pudiera tomar esa sopa en verano y de seguro, no me quejaría nunca, porque al final, no importa si a veces le faltaba sal o en otras, le echabas todo el frasco, eran las sopas más deliciosas que he probado y junto a tu compañía, todo era mucho mejor.
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