Si no se llora no queda sabroso, repetía cada vez que pelaba la cebolla para preparar la salsa que pondría sobre la pizza. La receta familiar, la que le había enseñado su madre, venía con lágrimas. Con cebolla, ajo, tomate perita maduro, un amasado paciente y lágrimas.
La cebolla crepitaba en el fuego y el aroma dulzón envolvía el hogar. Amanda tenía el rostro inflamado. Las lágrimas habían cesado de brotar. Soltó el mango de la sartén, e hizo lo que su madre con sabiduría de vieja, siempre decía que no debía hacerse: frotarse los ojos con las manos.
Amanda, no usaba palote para amasar. Solo sus dedos. Estiraba la masa de adentro hacia afuera. De adentro hacia afuera. Ese mediodía se encontraba algo triste. Se acordó de la casa en la que transitó su infancia. De la cocina, de la larga mesada de mármol, de los azulejos blancos. Rememoró momentos dulces y dolorosos. Apareció nítidamente en su cabeza, la mano de su madre, larga, pálida y arrugada. Esa mano de dedos finos que en algunas ocasiones se enredaban en sus trenzas de hija para dar amor; y en otras, la mano de palma abierta y firme golpeaba en su mejilla de hija desobediente para castigar.
Aquel día Amanda, le había tirado la oreja a su pequeña hija Julia. A pesar de entender que era necesario poner límite a la transgresión de la pequeña de tan solo cinco años; la madre sentía culpa. Nunca antes había ejercido un castigo físico sobre su hija y siempre reprochó que sus padres lo hubiesen hecho con ella de manera habitual. Las lágrimas de Amanda que habían iniciado las cebollas ese mediodía y ya habían cesado, minutos atrás , volvieron a brotar.
Retiró la sartén del fuego y encendió el horno. Comenzó a sentirse el calor en la casa, muy a pesar del frío invernal.
Amanda puso jazz desde su teléfono y llamó a Julia. Le transmitió la receta familiar y secreta de la pizza. «Tu abuela me la contó a mí y yo ahora te lo cuento a vos», dijo.
Amorosamente, bajo los acordes melodiosos del saxofón, madre e hija amasaban prácticamente sin hablarse. Cada tanto Amanda repetía con voz suave y casi como un mantra:»de adentro hacia afuera. de adentro hacia afuera». La harina seca que usaban para espolvorear la asadera, cubría de blanco la pequeña mano de la niña. Cortaron el queso mozzarella en rodajas finas y la madre abrió la puerta del horno para colocar la pizza dentro. El aroma dulzón de la salsa lo cubrió todo.
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