En la cárcel, cada olor tiene su sentimiento. El hambre, la soledad, la tristeza y hasta la propia muerte tiene su esencia. Muchos e inconfundibles son cada uno de ellos. Pero sin embargo, hay un olor que no pareciera existir o pasa desapercibido y es el de comida.
Pese a ello, uno de mis recuerdos más predominantes, es aquel aroma a huevo frito con arepa que me preparaba mi madre a escondidas en su diminuto cuarto de aquella fría cárcel.
Mi mamá era una dulce mujer, con la tristeza esculpida en cada gesto silencioso, pero con una mirada valiente. Guardaba una cocina eléctrica en su celda para cocinarme alguna pequeña cosa diferente al resto de la comida de la cárcel, un pan tostado, alguna comida venida de la calle o quizás para recalentar algo que le enviaban los internos a escondidas para mí, Pero mi favorito era y lo sigue siendo aquel sabor a libertad escondido en un huevo frito con arepa.
Comer un huevo frito a mis cinco años, era disfrutar con ojos muy abiertos de emoción hambruna, sentada como buda frete a la pobre cocina eléctrica enchufada en un rincón del cuartucho, el maravilloso olor que inundaba todo justo en el preciso momento en que el huevo tocaba el aceite hirviendo y se desprendía, como el preticor en la lluvia, el aroma floreciente, chispeante e inconfundible a comida casera, mañanera. No era cualquiera olor, era el mío, uno que no había en aquel lugar, sólo en mi celda. Y este se hacía más dulce cuando probaba aquel exquisito manjar hecho por mi madre especialmente para mí, porque ella solía comer poco.
La arepa tostada con ese sabor a maíz saladito, caliente que yo podía cortar con las manos porque para nada servía una cuchara. Cortar con las manos la arepa y untarla en la yema amarillita de aquel huevo frito con sal para sentir la mezcla crujiente, sedosa con algo de quemadito cuando probada una orillita de aquel manjar que saciaba no solamente mi hambre, sino algo más que en aquella edad no sabía expresar.
Quizás no sea una comida de gurmé, como las que he probado, exquisitas comidas con sus esencias casi indescriptibles pero para aquella pequeña niña asustadiza, con el miedo calado hasta los huesos, encerrada y atrapada en sus propias preguntas sin respuestas con un ferviente deseo, el de que aquellas puertas se abrieran inesperadamente. Aquella niña que aún vive en mí, el olor a huevo frito es un sinónimo de libertad. Ese era el justo momento en que podía sentir algún bálsamo diferente dentro de todos aquellos otros fatuos olores.
Aun, treinta años después, en el momento justo de comer un huevo frito vuelvo de nuevo a aquel momento y siento que ya estoy en casa. Comer no sólo es disfrutar de aquella suave textura sino saber que hay un nuevo día, un nuevo comienzo, que la pesadilla pasó y que ahora puedo llenar mi hogar de muchos olores que no disfrute cuando niña.
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