Aún me quedan recuerdos de aquella casa con balcones al mar. Algunos se asocian con olores, sabores e imágenes de comidas o, simplemente, alimentos, que al verlos me llevan a mi Melilla querida, donde nací y viví mis primeros años.

Me llevan a mi familia, toda al completo; a mis días de sol y de mar; a la Hípica, con el monte Gurugú al fondo, y al autobús en donde íbamos: la COA, y a su olor, a sal y agua, que avivaba mi entusiasmo por llegar. Y a tantas y tantas cosas más.

Dicen que en lo simple se encuentra muchas veces lo sublime, lo mejor. Y, cuando recuerdo aquellos días, no tengo por menos que admitirlo.

Aquel olor intenso, ácido, afrutado y un poco amargo, como la hierba recién cortada, todavía estimula mi pituitaria, al evocarlo. Y parece que estoy viendo el líquido verde amarillento, zumo de aceituna, denso, suave y brillante, desplazarse por un pan ávido de él, como Nilo caudaloso a través del desierto.

Mi hermana Mari Tere me lo enseñó. A media tarde y, a veces, a media mañana, sin que nos viese nadie, cortábamos por la mitad una barra de pan crujiente —corrían los años 50, y nadie conocía la palabra “baguette”—, y con un cuchillo y la ayuda del dedo índice sacábamos la miga de cada parte, dejando un hueco alargado, irregular, cuyo fondo y paredes lo formaba la corteza del pan. Y allí vertíamos nuestro tesoro: el oro líquido, al que añadíamos una buena ración de azúcar.

Después de repartir e impregnar ambos ingredientes por la mayor parte de la superficie de aquel depósito exquisito, lo cerrábamos con el pedazo de miga blanca, esponjosa, que acabábamos de arrancar. Todo listo para el festín.

El sabor y la textura del pan tierno, mezclado con el regusto del aceite de oliva, suave y ácido, pero a la vez, dulce, con un dulzor terroso, era recibido por mis papilas gustativas con más deleite que hoy con el mejor jamón ibérico. Algo tan sencillo, tan mediterráneo, tan nuestro: aceite de oliva, pan de trigo y azúcar de remolacha, nos sabía a manjar de dioses.

Pero, además de estos alimentos, había algo que acrecentaba el sabor de nuestro aperitivo. Era lo prohibido, la travesura, la transgresión, lo que le añadía un matiz picante, único e indefinido.

Y después, como es lógico, venía la parte negativa: el enfado de mi madre cuando se encontraba la botella de aceite y el azucarero medio vacíos y tenía que volver a comprar el pan. Pero, afortunadamente, el castigo no era muy fuerte; simplemente, soportar su regañina, llamándonos “lechuzas” y algo más. Al fín y al cabo, hay que reconocer que por entonces, años de la postguerra, el aceite de oliva era una joya, y no se podía jugar con él. Bueno, la verdad es que esto último sigue siendo igual.

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