Mendocino en Buenos Aires, de a pie por la inmensa ciudad encontré refugio al ojo solar bajo la sombra de los árboles de un frondoso parque que imprimía al cemento una cuota de gracia cómplice, una invitación a recomponer a través de la contemplación del verde la saliva perdida en las trifulcas banales de la cotidianidad.
¿Por qué no te venís a tomar un vino al departamento? dijo al teléfono el Pancho sin mucho rodeo, co-provinciano desconocido, vinculados únicamente por imperio de la figura de un amigo en común que había oficiado de intermediario. Teníamos en común la amarga huella de la soledad impresa en el cuepo, así que caí indiferente al cómodo sillón teñido por el manto amarillo, cálido, entre anaranjado y azul de una lámpara de pie todo muy Miles Davis.
Pero la familiaridad, ese hecho mágico que puede resumir los placeres de toda una vida en un dato sensible, lo proporcionaba una discreta melodía humeante, un olor que navegaba desde la cocina y me remitía al oeste, me transmitía calor. Pancho desfilaba por el pasillo que la conectaba con el living con aire seguro, como quien se sabe con el ancho de espada entre los dedos.
Probá estas empanadas, dijo haciendo aterrizar un pequeño plato tripulado por cuatro guantes de masa doradas como el oro, urgentes. Sin escalas, tomó por el cuello una botella que descorchó con maestría para vestir de tinto las copas. Desde la ventana del paladar, los jugos de la carne y la cebolla, la lisergia de nuez moscada y comino y la textura crocante de la masa, daban al paisaje matices de una belleza indecible. Las miradas, incompetentes como el oído en materia de paladar, jugaban a los colores y las trompetas.
Me inquietaba el misterio de estar ante un perfecto desconocido y sin embargo tan cómodo, la sensación de que lo conocido/desconocido, no agotaba el campo de posibilidades, debía de haber unos planos de entendimiento ininteligibles desde los cuales se conversa simbólicamente.
Después de las empanadas, apareció desde la cocina el Pancho y ofreció a la vista con ademán de obsequio sagrado una fuente atiborrada de pastel de papas y volví a sentir aquel calor familiar, el concepto de lo “gratinado” que alguna vez me explicara mi abuela estaba ahí, deliberadamente buscado, otra vez se tocaban en un plano intangible nuestras historias y se acercaban, se gustaban.
Favorable el dictamen de los ojos, era difícil separar la vista de las manos surcando los bordes hojaldrados ¿sabría que era mi parte favorita? De nuevo el cruce histórico, mi abuela Ana, su corte diligente, dedicado, era un símbolo fácil, fuego naciente, complicidad. De la fuente al plato, los ojos no se resistían al baile del vapor desnudo incitando a la fiesta que es reunión, comunión y ¡eso es! Dar un pedazo de sí a uno que está solo, el vehículo a tiempos pretéritos, presentes, eternos de soledad com-par-ti-da.
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