El tres es el cumpleaños de mi tía Miriam. De todas mis tías, ella es la que mejor cocina. También es la que peor me cae. Es estúpida, pejiguera y facha, y siempre me pregunta por qué llevo estos pelos en los sobacos, pero soy capaz de dejar apalear mi paciencia por un trozo (pequeño) de su brazo de gitano. La muy imbécil cocina mejor cuanto más hundida está. Sobre todo cuando la dejan. El desamor es la mejor de sus dotes culinarias. Afortunadamente, la suelen dejar mucho porque es estúpida y pejiguera, lo de facha da igual, porque en este barrio es algo que se estila bastante. El problema es que últimamente cocina muy feliz. Hace tres semanas se le cortó la mayonesa. Hace dos, se le secaron los huevos rotos con jamón. Y hoy, se le ha quemado el cordero. La consolidación de su amor de pareja me está jodiendo las comidas familiares. Y eso es algo que no puedo permitir. Y menos, por un imbécil de Vox llamado Ramón. Y menos, cuando está tan cerca el día de su cumpleaños que es el único motivo por el que todavía me hablo con mi familia. La muy imbécil siempre empieza el festín con un pica-pica de recibimiento. Palitos de pesto y parmesano, volovanes rellenos de camarones y tostaditas de hummus casero de pimientos rojos asados. Después de veinte minutos de cortesía, y despachados todos los saludos hipócritas, cuando el silencio incómodo empieza a aposentarse en el salón, la imbécil saca de la cocina los humeantes entrantes. Mejillones al vapor, croquetas de cocido y una tortilla de patatas con cebolla caramelizada que una vez, en mi adolescencia, me hizo llorar. Todavía estamos de pie. Todavía soporto algo a aquellos con los que lo único que comparto es la sangre. La imbécil aplaude sonriente para llamar nuestra atención y dice: ¡todos a la mesa! Con una maniobra perfecta acudimos a los asientos que la jerarquía y el tiempo han determinado. Me toca al lado de mis primas, las que sí se han casado. La imbécil rellena los platos hondos con la crema de hongos y castañas con pato confitado. El vino atiborra mi copa para aguantar la pesadez de las conversaciones. Los jefes, las notas, las dietas, los coches. Bebo y espero a los segundos, que la imbécil, ya asoma por la puerta. Pernil asado y bacalao a la portuguesa. Dos opciones pero ninguna elección. Lo quiero todo. Antes desabrochaba mi pantalón para recibir al postre. Ahora siempre dejo que un vestido holgado haga de hospedador. El brazo de gitano llega a la mesa. Se me entrecorta la salivación. Bailan los platos de mano en mano hasta que un trozo aparca delante de mí. El tenedor desmiembra su cuerpo azucarado. La esponjosidad del bizcocho, la mantecosidad de la crema, desnudos, en mi paladar, hacen el amor. Si la muy imbécil no hiciera tan bien el brazo de gitano yo, esta noche, no tendría que matar a Ramón.
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