El abuelo se pasó media vida pescando y nunca le gustaron las sardinas. Quizás involuntariamente, había ido integrando en su cabeza decenas y decenas de recetas diferentes, todas perfecta e idénticamente suculentas; tanto es así que jamás se aventuró a decantarse por ninguna de ellas. Nunca llevo a la práctica todos esos conocimientos, convirtiéndose en un gran conocedor infructuoso. El abuelo pescaba mayoritariamente atunes y bacalaos transoceánicos en sus larguísimas travesías semestrales, en las que se comunicaba con más buena fe que éxito con marinos belgas y holandeses, todos a bordo de gigantescos barcos de arrastre.
En cada vuelta a casa, en los primeros días de junio, al abuelo lo recibían en el puerto los densos olores de las sardinas cocinándose en las brasas, que brotaban invisibles desde los adentros de las coloridas casitas pesqueras de su tierra. Siempre parloteaba acerca de aquella inconfundible bienvenida, que despertaba en él sensaciones que sus palabras solo podían ilustrar toscamente: “No soy yo muy amigo de las sardinas pero es como si ese olor en el aire me pusiese contento, ¿entiendes?”. Desde muy pequeño, yo disfrutaba enormemente de la voz de mi abuelo narrando aventuras y desventuras de alta mar tan inverosímiles que tenían que ser ciertas. Posaba con fuerza su áspera mano de marinero en mi antebrazo y sus dedos inquietos parecían dactilografiar lo que su boca iba dibujando.
Creo que mi abuelo me enseñó a oler las cosas. Quizás lo creía ya insospechadamente cuando aún siendo un niño empecé a percibir el aroma del asfalto mojado de la calle que llevaba a su casa. En los lluviosos y cálidos días de principios de verano yo sacaba la cabeza por la ventanilla del coche ávidamente, y de aquella larguísima recta que parecía no tener fin, y que no era más que una antesala jubilosa a las palabras del abuelo, escapaba el delicioso calor de la carretera que entraba sin permiso en mi nariz.
Hoy, en una madrugada lluviosa de mediados de agosto, he sacado la cabeza por la ventana de un apartamento a cientos de kilómetros de la casita de mi abuelo y me ha sorprendido de nuevo el olor de la lluvia empapando el suelo seco de la ciudad. Una finísima llovizna parece densificarse al dejarse caer cerca de la luz que emite una solitaria farola y yo escucho calmadamente el sinuoso apagarse de mi cigarro en una lata con agua. Miro a la calle y por primera vez me percato de que desde mi apartamento no puedo distinguir su final ni a derecha ni a izquierda, y busco en el aire el olor de las sardinas del verano.
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