Me parecía rara…
Era como ácido su olor… y definitivamente no era dulce.
Era parte de los ingredientes del delicioso postre de biscochuelo que mi abuela preparaba. Era lo más apetecido de todo lo que ella cocinaba, cada vez que nos visitaba le pedíamos que lo hiciera.
Yo veía que mi abuela al terminar de preparar esta salsa la dejaba cubierta con una tela de algodón encima de la estufa, al lado de otras preparaciones que también hacía para ese postre como el biscochuelo que dejaba remojando en vino, todo desde el anochecer hasta el día siguiente. Yo, pequeña, casi de la misma altura de la estufa, trataba de acercarme para ver bien lo que había pero ella con su actitud me detenía, protegía estos preparados que había hecho con mucha dedicación y con su intención de que el postre le gustara a quien lo comiera.
Todo era silencio cuando mi abuela cocinaba estas cosas para el postre. A esa hora ya no había nadie más en la cocina. Yo era la única que curiosa permanecía cerca a ella mirándola cocinar, pero es que cómo no me iba a dar curiosidad qué era lo que la abuela hacía con tanto misterio y sigilo?
Mientras que ella cocinaba, yo pensaba que esa salsa no parecía que hiciera parte de ese postre tan rico… su color era amarillo espeso y su olor era como una sensación de algo desabrido. Al principio de su cocción su olor sí era dulce pero ya luego cambiaba. Alguna vez pregunté si era necesaria o que si no era mejor ponerle solo la salsa de chantilly, mi abuela y mi mamá por supuesto que dijeron que sí era necesaria. Hoy en día sé que ese sabor, que aunque así como su olor era casi desabrido para mí, combinado con los demás ingredientes era lo que hacía que el postre quedara un placer.
Y bueno, con tal misterio y sigilo la cocina se sentía como si fuera una cálida cueva, con las baldosas de las paredes de color amarillo claro al igual que el color de la estufa que era también amarillo pero tipo mostaza y el piso negro, se creaba aún más la sensación de calidez con que se guardaba y acobijaba las preparaciones en reposo hasta el siguiente día, cuando capa por capa, mi abuela las empalmaba y formaba el postre completo. Luego, lo ponía en la nevera unas horas para que cuajara y para que los dulces duros que iban encima como decoración, se derritieran por la humedad del mismo postre y quedaran como pequeñas manchas de colores que lo hacían ver muy lindo. Es más, mi mamá le pedía a mi abuela que no le pusiera los dulces que eran de color blanco, sino los rojos y verdes para que se viera “de colores vivos”, como decía mi mamá.
Hasta que, finalmente, en mi casa llegaba la hora y felizmente nos comíamos el suave, terso y dulce postre con tintes de sabor a vino.
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