De bichas y bicheros

De bichas y bicheros

Elisa Rivero

03/05/2020

No me había parado a pensar en Justino hasta que murió Martín. Fue un día vibrante de principios de verano. Un mal día para morir, sí. Podría haberse esperado al invierno. La cuestión es que Martín era el último habitante de Valdelolmo aparte de mí.

—Te has quedado solo —constató Juan, mi hijo, tras el entierro. Pisaba los lirios del cementerio como si fueran envoltorios de chocolatinas rodando por el asfalto.

—Mejor.

Y es que Martín ya chocheaba, y no estaba yo para aguantar más tonterías que las que mi propia cabeza paría cada mañana.

Así, Justino el panadero pasó a ser la única persona que veía a diario.

—¿Qué se cuentan por Robledillo? —le preguntaba yo por hablar de algo, mientras los céntimos jugaban al escondite en mi monedero. Antes, siempre era Martín el que le daba coba.

—Poca cosa, ya sabe usted. —Justino valoraba las hogazas sin necesidad de tocarlas. Se decantó por una bien torrada—. El otro día vino un biólogo. Se aloja en la casa rural.

—¿De esos que estudian los bichos?

—Sí. Éste es especialista en reptiles: culebras, lagartos. Ya sabe.

Me alargó el pan y, tras oír el crujido de la corteza bajo mis dedos, di el visto bueno. Justino cerró el portón y la furgoneta blanca desapareció por la curva de la comarcal. Aún tenía que visitar muchos pueblos.

Todos los días tenía lugar el mismo ritual, igual que los últimos seis, o siete años. Antes era el padre de Justino, de nombre Justino también, quien traía el pan. La panadería era un pequeño establecimiento en Robledillo, tres pueblos más allá de Valdelolmo. Sin embargo, yo no sabía nada más sobre este personaje o su familia. Tras la muerte de Martín, a menudo me sorprendía a mí mismo preguntándome qué haría Justino en su tiempo libre, cuando, después de una madrugada bárbara para cocer el pan y repartirlo por todo el valle, podía al fin sentarse. Aquella curiosidad me contrariaba y yo sacudía la cabeza y proseguía mi paseo bajo los álamos de la ribera, espantando mirlos y libélulas.

—¿Sigue por Robledillo el bichero ese? —Le pregunté a Justino un sábado. Ese día compraba ración doble porque Juan venía a comer con las niñas. Hogaza y torta de aceite.

—Pues sí. —Los ojos de Justino centellearon. Metió los panes en una bolsa y, en vez de tendérmela, la dejó sobre el mostrador y se bajó de la furgoneta de un salto—. Y está montando un buen revuelo. Dice que esta zona es la única de España que tiene las tres especies de víboras.

—¿Tres?

—Sí señor, tres: hocicuda, Seoane y áspid.

—Sabe usted mucho de bichas.

El bigote de Justino se arqueó en una sonrisa y volvió a encaramarse a la furgoneta para coger la bolsa del pan.

Durante la comida le conté la anécdota de las víboras a Juan y a las crías. Creía recordar que a la mayor, Flora, le gustaban los animales.

—¿En serio, abuelo? —Flora se quedó con la cuchara rebosante de garbanzos a medio camino entre el plato y su boca—. Yo solo había visto a la hocicuda y la áspid. Tendré que venir más al campo.

—¿Tú también sabes de esas cosas, chiguita?

La cría esbozó una mueca de fastidio y se sumergió de nuevo en su cocido dejándome desconcertado.

—Flora está estudiando la carrera de biología, papá. —Me riñó Juan más tarde, mientras fregábamos—. Vale que no me escuches a mí pero, joder, que son tus nietas. Haz un esfuerzo.

Mascullé una protesta y no volvimos a hablar hasta que se fueron. Flora apenas levantó la mano en un perezoso adiós.

—Ya te llamaré, a ver cuándo podemos venir…

La ventanilla del BMW silenció las últimas palabras de Juan y, al igual que con la furgo de Justino, la curva de la comarcal lo engulló en una nube de polvo. Llevaba semanas sin llover.

Las bichas, o víboras como decía Justino, se convirtieron en el primer y casi único punto del día de mis breves charlas con el panadero.

—Pues ha montado un corral Ismael, el biólogo, y ahí tiene un montón de serpientes. Para estudiar su comportamiento, dice.

—¿Un corral? ¿Y no le muerden?

—Ya sabe, el pueblo está enloquecido. La Engraci hasta ha llamado a la Guardia Civil, pero ni caso le han hecho. Parece que le dieron un permiso en la universidad para tenerlas.

—El otro día vi yo una, allí mismo, bajo la nogala. Y bien grande —comenté distraído.

—¿Y qué especie era?

—¿Cómo quieres que lo sepa, muchacho?

Las crías no volvieron hasta los Santos, para llevarle flores a la abuela. Ese día visitaba más gente el cementerio que la que vivía en el pueblo hacía diez años.

Coloqué sobre la tierra las últimas rosas silvestres del año, pálidas y modestas al lado de los ramos que los veraneantes traían de la capital. Le dediqué un último vistazo al camposanto antes de echar el tranco.

—Ya no quedan más que muertos, Carmen —murmuré a la brisa fresca de noviembre.

Se quedaron a cenar. Flora parloteaba animada sobre un viaje que había hecho a Tarifa para ver camaleones. Parecía haber olvidado el incidente de la última vez, y le conté las novedades del tal Ismael.

No me di cuenta hasta el día siguiente de que se habían dejado un libro en el sofá. En la portada: “Reptiles de la Península Ibérica”. Iba a guardarlo cuando vi un papel sobresaliendo. Lo abrí por esa página. “Víbora de Seoane”. Y, en la nota, en cuidada caligrafía:

«Para que la próxima vez sorprendas a Justino. Con cariño: Flora».

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS