Tumbado sobre la cama, Manuel Zurbarán se entretuvo leyendo el reverso del prospecto hasta que, coincidiendo con el primer envite sedante de la pastilla, la vio entrar batiendo las alas para endulzar su insomnio con la versión zumbido de Las cuatro estaciones de Vivaldi (1).

–Buenas noches, señor. Me llamo Culex y he venido a picarle.

–Buenas noches, Culex. Para ser una mosquita no se anda con rodeos.

–Efectivamente. Cobro por picadura.

–Entiendo. Puede sentarse ahí, sobre ese puf. O en el sillón orejero marrón. En fin, acomódese como si estuviera en su casa.

–Es usted muy amable pero, si no le importa, prefiero sentarme sobre el filo del colchón. Así le voy oliendo.

–Nada de usted, Culex. Prefiero que nos tuteemos.

–Como prefieras.

–¿Me permites tres indiscreciones?

–Adelante.

–¿Cuánto mides?

–Un metro ochenta sin tacones.

–¿Cuántos años tienes?

–Cuarenta y dos.

–¿Y siempre visitas con un allegro?

–Eso depende de la víctima y de su estado de ánimo. A veces aparezco con un largo, en otras ocasiones me presento con un adagio… Pero tu caso, Manuel, no admitía dudas. Se hacía necesario el allegro. No me gusta morder cuando el sujeto en cuestión está demasiado triste. En esos casos la sangre amarga.

Manuel se limpió las gafas con una toallita desechable para contemplar toda aquella belleza atroz orquestada por melena de cabello rubio, ojos compuestos, antenas con rímel, y cuello filamentoso. Vestía traje oscuro con raya diplomática, blusa blanca y zapatos de tacón bajo. Sin duda, se trata de un insecto neocon, pensó Manuel. Pero a pesar de aquella conjetura, o precisamente por ello, trató de asomarse al balcón de su escote. La mosquita aprovechó su aproximación para entregarle una tarjeta de visita.

Culex Erraticus – Díptera diplomada

Email:c.erratitus-dontwaitforgodotanymore@yourprivatevampire.com

–¿Nunca te han dicho que eres una mosquita muy avispada?

–Sin faltar el respeto, por favor. ¿O es lo mismo un chino que un coreano?

Enseguida comprendió Manuel que se encontraba ante una nematócera sensible. Volvió a observarla. Le inspiró cierta ternura no exenta de deseo.

–No quería molestarte, Culex.

–No importa. Se me pasará –le respondió desabrochándose un botón más de su blusa–. Manuel se excitó al comprobar que se le transparentaban las alas.

Para disimular la erección entrelazó sus manos como un sacerdote y las depositó sobre la abertura del pantalón de pijama. Después, Culex añadió:

–Hoy tengo un mal día.

–Puedes contármelo. Te ayudará a desahogarte.

Culex dudó un instante. Luego, tomó la mano derecha de Manuel dejando al descubierto el levantamiento de bienes en su entrepierna. La trompa de Culex se puso colorada y el hombre decidió considerar aquel sofoco como un cumplido o como una prueba de que aquel maridaje con el mosquito hembra avanzaba en la buena dirección.

–La culpa es de mi jefe. Es demasiado exigente. Me agobia: Culex, piensa en positivo… Culex, este mes no cumplirás tus cifras… Culex, si no rindes, te voy a despedir….

–Y yo que pensaba que el oficio de mosquito estaba bien retribuido…

–Qué va, te sorprenderías. Yo misma tengo un contrato mercantil –respondió con cara de insecto mileurista.

Manuel imaginó o deseó o soñó o escuchó (probablemente la segunda opción, me temo que soy menos omnisciente de lo que pensaba) a Culex pronunciando mercantil con acento parisino.

–Bueno, no arreglas nada dándole tanta importancia.

–Para ti es muy fácil. Claro, tú no le conoces.

–Chica, ¿tan repelente es tu jefe?

Al escuchar repelente, aquel insecto de metro ochenta sin tacones comenzó a revolotear errabundo por la habitación hilvanando en el aire el tempo impetuoso d’estate del verano de Vivaldi (2). Al calor del presto de Culex acudieron en bandada centenares de mosquitos, esta vez en tamaño entomológico, que rodearon a Manuel a la espera de la correspondiente orden de ataque.

–Tranquila, Culex. Vuelve a sentarte. No voy a hacerte nada. Solamente es una palabra.

­–Dispersaos, muchachos. Falsa alarma. Es fuego amigo.

Un mosquito con muy malas pulgas (o una pulga que se había infiltrado en el grupo disfrazándose de mosquito) se giró hacia Culex para espetarle: “Vamos a ver si te aclaras, bonita”. Después el mosquito, o la pulga, desapareció junto al resto del escuadrón sin extraer ni una gota de sangre. Culex parecía confundida:

–Perdona. Últimamente tengo bastantes pesadillas. Sueño que mi superior me obliga a morder un brazo con repelente.

­–Huele, huele. Yo no uso esas sustancias –le dijo Manuel ofreciéndole el brazo para que lo comprobara por sí misma–.

La mosquita olfateó el codo con instinto sabueso, lamiéndolo levemente con su trompa afilada. Después le succionó la piel con una suerte de ventosa. A Manuel le impresionó el hormigueo que profundizaba en su brazo. Era un placer nuevo, prohibido, exclusivo, real.

–Me encanta tu aroma. ¿Es A positivo, verdad?

–Pues sí. Acertaste.

–Nunca se me escapa un Rh.

La mano derecha de Manuel se humedeció al acariciar una parte indefinida del cuerpo de Culex. Observó la zona interdigital, entre el anular y el meñique. Se había manchado con un humor gelatinoso de color verde. Un verde menos intenso que el kiwi, pero más que el pistacho; olía a apio. Se deshizo del fluido restregando los dedos disimuladamente sobre la sábana bajera y juró que no intentaría de nuevo meterle mano.

–Ves. Ya estás sonriendo.

–No, de verdad, no es una broma: me preocupan los sueños. Tal vez debería acudir a una entomosicóloga. Lo cierto es que tampoco mi situación financiera acompaña…

Manuel contuvo las ganas de besarla.

–¿A qué te refieres?

–Pues…, verás…, no debería contártelo pero el caso es que…

–Dime. No temas.

–Mi jefe es un mosquito rufián. Se queda con toda la sangre. Solamente me deja unas gotas, como dosis de subsistencia.

–Menudo sinvergüenza. Como le vea por aquí le vacío el spray.

–No le menosprecies. Si se entera de que te lo he contado me matará. Realmente, nos matará a los dos.

–¿De veras? Voy a tomarme otro sedante. ¿Quieres uno?

–No, gracias.

–¿Y una copa?

–¿Tienes Bloody Mary?

–No.

–Pues entonces nada.

–En fin. Creo que tenemos un asunto pendiente. ¿Dónde quieres que te pique? –preguntó mientras dejaba caer seis gotas de solución alcohólica sobre un algodón rosa.

Manuel pensó que se trataba de un algodón de azúcar.

–¿Y si nos desnudamos? –le sugirió Manuel para tratar de derivar la conversación hacia donde le interesaba.

–Si te vas a encontrar más a gusto…

Manuel lanzó el pijama al suelo. Su corazón comenzó a bombear con más fuerza. Culex olisqueó la pleamar en la sangre de Manuel, así que también le esperó desnuda con las patas abiertas y la trompa pintada de carmín, dispuesta para picarle. Manuel reparó en su coño, no del todo humanoide. Sonó el timbre.

–¿Quién es?

–El mosquito rufián.

–Contigo quería hablar… ¿No te da vergüenza robarle la sangre a mi novia?

–¿Tu novia? ¡Abre! ¡Os voy a liquidar!

–¿Y por qué no entras volando?

–Porque no sé aletear Las cuatro estaciones de Vivaldi –respondió con ostensible deje de vergüenza–. Los tipos duros no tenemos estudios.

–Pues te jodes. Y que sepas que me voy a follar a tu asalariada.

Manuel colgó el telefonillo violentamente. Culex retomó la conversación recriminando:

–Follarme… Ha tenido que venir mi jefe para que te lanzaras…. Y si te dijera que no me he traído un anticonceptivo compatible.

–No importa, me arriesgo –le imploró él babeando su deseo.

–Pues pon algún disco que ambiente. Que no sea Vivaldi.

Manuel tamizó la luz antes de pinchar el vinilo de I like Chopin (3), de Gazebo. Culex, toda sexylady ella, comenzó a mover el metatórax, a tocarse su largo cabello, a susurrar a Manuel al oído la vida de sus propias cavidades. Manuel fue besando, pacientemente, cada uno de los espiráculos de la díptera hasta detonar movimientos involuntarios en todos sus músculos. Tanto curvaron el poro sicalíptico en sentido ventral que, tras breves días de gestación, nació una criatura huidiza que jamás se dejó acariciar a la que llamaron Otoño.


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