La cárcel

2 de febrero 2012. Estoy nerviosa. Intento no exteriorizarlo. Si lo hiciera, sé que mis nervios tendrían el control sobre mí. Mañana entraré por primera vez en un quirófano y no estoy del todo segura si he elegido bien. Mi ginecólogo dijo que muchas chicas lo hacían, que en estos tiempos es de lo más normal. El dieciséis de diciembre fue la fecha prevista para la operación. Mi número y mi mes. Tuve que aplazarla en el último momento por estar en plena campaña de Navidad. No me hizo gracia pero el deber supuestamente, debe ir antes que nada. Me voy a dormir relativamente tranquila, pensando en que todo irá bien y que en un par de días estaré como si nada.

3 de febrero 2012. Me levanto a las 8am. No puedo comer ni beber agua. A las 8.20am salgo con mi padre del brazo hacia el hospital. A las 9am, después de unos minutos en la sala de espera, viene una enfermera a buscarme. La sigo, me doy la vuelta antes de abandonar la sala para hacerle un gesto gracioso a mi padre que, intenta disimular su preocupación forzando una sonrisa que pretende dar ánimos. Me vale para entrar en los vestidores con energía, casi alegre. Como si estuviera a punto de subirme en una montaña rusa. Una sensación a caballo entre el miedo y la emoción. Me desnudo y me enfundo la bata blanca, el gorro y las zapatillas. Salgo y espero sentada en una butaca donde más tarde me introducirán la vía en el brazo y tomaré la pastilla sublingual.

Sigo las instrucciones de la enfermera como una niña perdida en una gran ciudad. En breve viene a buscarme un camillero divertido que no para de cantar “Ai seu te pego”. Eso me tranquiliza. Yo ya no tengo 25 años, tengo 4 y el efecto de una canción o de un cuento es justo lo que necesito. En la entrada del quirófano me colocan al lado de un niño de unos 10 años ¿qué le tendrán que hacer a él? Me pregunto. Entro en la sala de intervenciones medio drogada. Me recuestan en una mesa que bien podría ser de hielo, donde al parecer, tendrá lugar la intervención. Oigo la voz de mi ginecólogo:

  • ¡Ya estamos aquí! – exclama con su voz ronca. Está contento.

Sonrío y me duermo.

  • Hazle una foto para que vea como ha quedado. – oigo de fondo.

Alguien se acerca y me enseña una imagen que puedo entrever desde mis ojos adormilados. Unos labios perfectos. Una mano balancea entre mis ojos un trozo de carne rosada. Sonrío débilmente y vuelvo a dormirme.

Lo siguiente que recuerdo es estar sentada en una sala con mi madre enfrente de mí, hablándome. Empiezo a sentir ligeramente las piernas. También el culo. Estoy contenta porque tengo ganas de hacer pipí y no tendrán que sondarme como me advirtieron si no me venían las ganas de orinar. Le digo a mi madre que noto una sensación de humedad entre la silla y mis nalgas.

  • Es normal, los efectos de la anestesia están desapareciendo e incluso puede que se te haya escapado un poco de pis. – dice mi madre acariciándome el muslo por encima de la manta de cuadros, que me cubre de cintura para abajo.

Sobre las 3.20pm sigo en la misma sala y la sensación de estar sentada en un charco de agua va a más. Levanto la manta que cubre mis piernas, dejando al descubierto una sábana blanca de algodón con una mancha de color carmín, del tamaño de una sartén. Asustada, levanto la sábana mientras llamo sin fuerza a mi madre, que había ido a por una botella de agua.

  • ¡Llama a las enfermeras! – me esfuerzo por gritar desde la sala.

Bajo la sábana, están mis piernas cubiertas de sangre. El líquido colorado invade por completo la butaca y ahora ya baja en cascada por los laterales hasta al suelo.

Recuerdo ese momento de una forma borrosa. Sé que intenté ponerme en pie, pero la anestesia aún mantenía inmóviles mis piernas. En mi siguiente recuerdo estoy desnuda, tumbada encima de una camilla en un box temblando, cubierta por mi propia sangre. Dos enfermeras se esfuerzan por limpiarme con chorros de suero que salpica de gotas rosadas las baldosas de la pared. No sé qué ha ocurrido. Estoy confundida y oigo a mi madre fuera del box llamando a gritos a algún médico. Hay ajetreo a mí alrededor. En unos minutos llega un ginecólogo que no es el mío. Mira las paredes salpicadas primero y mi entrepierna después.

  • Debe de ser algún capilar que se ha roto y ha producido la hemorragia. – dice el ginecólogo con cara de no tenerlas todas consigo mismo, mientras inspecciona rápidamente mis genitales.

Como si le asqueara la imagen o pensara que a mí me asquearía verle a él observando la tragedia. Verbaliza un tímido “tranquila”, pero sus ojos me dicen todo lo contrario.

  • Pero… ¿se me ha abierto algún punto? – pregunto con mi voz de 4 años.

Dice que no. Respiro un poco más aliviada. Dice que con hielo, la hemorragia parará. Las dos enfermeras salen a tranquilizar a mis padres. El doctor se va.

Coloco el hielo tal y como me han dicho, rezando y centrando todas mis esperanzas en ese bloque de agua congelada. Más aplicada en esa acción que en todos mis años escolares.

En unos minutos noto una gran inflamación, pero parece que he dejado de sangrar.

Las enfermeras nos comunican a mis padres y a mí, que debo quedarme una noche en observación. Respiro casi aliviada, sujetando con fuerza el hielo que empieza a entumecerme las piernas. Ni de coña me iba a ir yo a casa.

A las 9pm me suben a la habitación 120. Me colocan entre tres, en la cama número 2. Mis padres intentan calmarme diciéndome que ahora todo irá bien, que ellos deben irse, que llevan más de doce horas en el hospital. A pesar de que el dolor no disminuye y que no me hace gracia quedarme sola, les digo que no se preocupen, que se vayan tranquilos.

Intento meterme un par de cucharadas de arroz hervido en la boca, sin mucho éxito. Duele demasiado. Sin poder incorporarme, ni abrir ni cerrar ni estirar las piernas, levanto la sábana de la cama con miedo a volver a encontrar mis sábanas teñidas del temible color escarlata. En su lugar, veo como mis genitales sobresalen por encima de mi abdomen, dejándome ver con la cabeza apoyada en la almohada como dos montes de color negro asoman entre mis piernas. El dolor atraviesa cada uno de los sensores de mi sistema nervioso, bloqueando mi cuerpo como si acabar de recibir el impacto y consiguiente descarga de un rayo mandado con mala leche por Zeus. Solo puedo mover los brazos y la cabeza. Con la mano temblorosa logro pulsar el botón del timbre que no he dejado de sujetar por si no era capaz de recuperarlo nuevamente, una vez que lo dejara caer por encima de mi cabeza.

Entra la enfermera joven, la que lleva la línea del lápiz de ojos azul eléctrico descomunalmente gruesa, y responde a mis súplicas para que me pinche otro Voltarén con un:

  • No. No voy pincharte más. Venga, levanta y ve a hacer pis al baño.
  • No puedo. – digo con un hilo de voz. – no puedo ni sentarme.

Pone los ojos en blanco y saca una cuña de algún recoveco de la habitación. Sin mirar, coloca el artilugio bajo mis nalgas. No sé cómo, pero un hilillo de orín consigue hacerse hueco entre la carne y los puntos para salir y acabar en el cuenco de plástico.

Se va. El dolor no me deja oír la televisión de fondo. Cojo el móvil palpando la mesilla y escribo a Marco. Tengo que centrarme en algo para no pensar en el suplicio. Él está de cena en Madrid y no es del todo consciente de lo que está pasando. El ambiente huele a desinfectante, a agua oxigenada y polvos de talco. Tengo la sensación de que en cualquier momento, la piel fina de los labios reventará y moriré desangrada sola en la habitación 120. Tampoco imagino aguantar así hasta la mañana siguiente. Doña pavo real, entra de mala gana para ponerme el ansiado calmante. Media hora más tarde pulso el timbre para que alguien llame a mi ginecólogo. No puedo más. Ese monstruo que crece en mi interior tiene mucha fuerza y no se asemeja a ningún mal que haya conocido antes. Son las 10.05pm.

Entra una enfermera pequeña, con gafas gordas y rostro cálido. La del turno de noche. Vamos a llamarla El Ángel.

Le cuento a duras penas mi caso, aunque entiendo que alguien la habrá informado previamente. Dice que mi ginecólogo ya no está, es fin de semana y después de las operaciones se ha ido. Le imagino quitándose los guantes. Le imagino subiéndose a un descapotable, ponerse una gorra de los Lakers y largarse a cenar a algún restaurante caro. El Ángel levanta la sábana, alza la mirada consternada y grita mirando hacia el pasillo que se ve con la puerta entreabierta:

  • ¡Llamad ahora mismo al doctor de urgencias!

Mi cara se debate entre el alivio de que al fin alguien haya evaluado la gravedad que tengo en mis partes íntimas y la catástrofe que veo detrás de los cristales de sus gafas.

  • No te preocupes – dice El Ángel. – no me gusta como está pero vamos a ponerle remedio ¿vale?

Le digo que me da igual lo que me hagan mientras deje de sentir. Como si quieren amputarme las piernas. Juro que lo digo de verdad.

  • Ahora tendrán que bajarte a quirófano de nuevo. Yo estaré aquí cuando te suban, si no ha llegado tu familia ¿de acuerdo? Te guardaré las cosas y no me iré hasta que estés bien. – dice con la voz más compasiva que jamás escuché.

Quiero llorar o agradecerle sus palabras, pero soy incapaz. El monstruo retiene las lágrimas y las palabras secuestradas en algún rincón de mis entrañas.

A partir de ahí, fue un ir y venir de médicos, camilleros y anestesistas que gritaban “llamad a su familia”, “preparad el quirófano”, “hay que drenar”, “hemorragia interna”, “coagulación, mirad la coagulación” y un sinfín de frases más que logré oír antes de que tres hombres me doblegaran hacia adelante y la anestesia entrara de nuevo en mis venas, alejándome del infierno.

Bajando al quirófano con el camillero de barba frondosa empujándome a toda pastilla por los pasillos, veo a través de la cristalera que da al patio interno del hospital, a un conejito blanco saltando por el césped. Se para y me mira unos instantes. Pienso que es una pena no volver a ver un jardín, un conejo o perderme la historia que justo empieza con Marco. Por otro lado, pienso que la muerte no puede ser tan mala si deja de doler.

Nos acercamos imparables hacia las puertas metálicas que se abren a nuestro paso, veo la luz detrás de ellas, justo al final del pasillo. Creo que ha llegado mi momento. Una decisión equivocada y… Entro en la luz.

Segundos u horas después estoy tumbada en la familiar plancha metálica con tres ovnis luminosos encima de mí y siete personas a mi alrededor. Después del deslumbramiento inicial puedo distinguir al ginecólogo que me recetó el hielo horas antes, tramando algo entre mis piernas. Está concentrado. Trabaja rápido. A mí ya no me duele. Estoy contenta. Otros dos cirujanos o cirujanas o enfermeros equipados con uniformes verdes que no logro ver bien, pasan instrumentos metálicos al hombre que tiene el hilo, que separa un mundo del otro, entre sus manos. Veo como mi abdomen ahora también está negro. El monstruo se está extendiendo, está apoderándose de mí, pienso. Joder, joder. Oigo los pitidos de mis pulsaciones a través de una pantalla a mi lado derecho.

  • Me va a explotar el corazón. – vocalizo yo o mi anestesia, débilmente por si alguien puede hacer algo para evitarlo. – al menos a doscientas noventa pulsaciones.
  • ¡Contéstame! ¿Sangras mucho cuando vas al dentista? ¿Cuándo te quitan una muela? ¡¿esto te ha pasado otras veces?! – pregunta preocupada una de las chicas que se encuentra a mi lado cogiéndome la mano donde llevo una pinza sujeta en mi dedo índice.

Detecto que nadie está para bromas sobre mi corazón y prometo no hacer ningún otro intento de gracia si salgo de ésta.

  • Mmm… no… creo que no… – respondo sin saber exactamente a qué estoy respondiendo.
  • ¡Vamos a ponerle vitamina K intravenosa! – dice ella. – no está coagulando, no coagula.
  • Vale… Haced lo que tengáis que hacer. – respondo.

Luego me doy cuenta de que no me lo decía a mí. Ni siquiera me está escuchando. Encuentro un reloj de pared que marca las doce de la noche. Ya hace 15 horas que estoy en este hospital.

Cierro los ojos.

Abro los ojos. Estoy en una sala a oscuras. Hago esfuerzos por ver qué hay alrededor. Consigo distinguir un montón de camillas cubiertas por mantas metálicas, como las que se usan para cubrir los cadáveres en los accidentes de carretera. Dios mío, he muerto y estoy en el tanatorio, me digo. Por alguna extraña razón me alivia pensar que ya está, que ya puedo poner un tic verde al lado de “morir” en mi lista de cosas que hacer en la vida. Aunque me haya saltado irremediablemente a muchas otras que me apetecía hacer entremedias.

Levanto instintivamente la sábana con el miedo de encontrar de nuevo mi líquido de vida derramado en el lecho. No puedo verlo, está demasiado oscuro. Eso es que sigo viva, pienso. Pero no duele.

Se abre una puerta al fondo de la sala y con ella una luz.

  • Aquí… aquí… – hago un intento fallido por gritar. No quiero que me confundan con los muertos. – estoy aquí… estoy viva. – le digo a la silueta de mujer que se acerca.
  • Ya está… estás en una sala de post operatorios… se acabó el dolor. – esas últimas cuatro palabras me reaniman aunque luego pienso que también se pronuncian al hablar de la muerte.
  • Por favor, mire si tengo sangre… Ahí, ahí abajo. – pronuncio con una brizna de voz.
  • Ya no vas a sangrar más. El doctor te hizo un drenaje para la hemorragia interna que soportaste durante horas. Probablemente cortarían una pequeña arteria que no ha parado de bombear sangre. – apoya sus manos en mi hombro. Eso me calma. – ahora llevas una canulita y no tienes que preocuparte ¿de acuerdo?
  • Vale, gracias… ¿Qué hora es?
  • Son las tres y cuarto de la mañana. – responde ella empujando mi cama hacia al exterior, alejándome de los bultos metálicos que aún yacen inanimados en la sala.

Estoy delante de la habitación 120. Entramos camilla, yo, y la mujer que nos empuja y veo parados de pie, ligeramente inclinados hacia la puerta a mi madre, mi hermano y a mi Ángel.

  • Se acabó el dolor. – les digo.

Y por primera vez el monstruo me permite llorar.

8 de abril 2012. Supongo que hay muchos tipos de cárceles. Para mi sangre, el pasado febrero fue mi propio cuerpo, para mi cuerpo fue aquella cama en la que permanecí los siguientes 20 días, para la cánula que colgaba de mi interior su cárcel serían los puntos que la sujetaban, para mis padres el peso de haberse ido, para el conejo ese jardín de unos pocos metros del hospital, para enfermos terminales su cárcel es la propia vida.

Estoy contenta porque la muerte me dejara ir. Había visto el brillo de sus ojos, eran bonitos, pero yo quería averiguar de qué color eran los del Ángel, escondidos detrás de aquellas gruesas gafas.

Mi casa huele a limón, eucalipto y cedro. Lejos quedó aquel olor de la planta de maternidad donde mujeres recién paridas corrían por los pasillos, mientras yo permanecía postrada en esa cama, preguntándome si debía doler más dar la vida o perderla. Imaginando todo lo que haría cuando saliera de allí y me encontrara libre y fuerte de nuevo.

Ahora ya estoy lista para vivirlo todo. Para salir, abrir la boca tanto como pueda y absorber todo el exterior que quepa en este pequeño y resistente cuerpo mío.

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