VIVIR Y MORIR EN LAS NOCHES NEGRAS

VIVIR Y MORIR EN LAS NOCHES NEGRAS

La noche había llegado, sin más. Negra y triste. Como aquellos días, por mas que saliera el sol por la mañana. Negra como su bilis. Melancólica.

Era el momento de volver al trabajo. Salió ansiosa al garaje cuando llegó su hijo con el coche de la empresa.

—Hugo, ¡menos mal que llegaste! Necesito el coche. Tengo varios servicios que hacer, apenas he dormido. Esto es un no parar —dijo, con voz cansada.

Su rictus se remarcó, volviéndose una mueca de asco, al ver el estado en el que llegaba el chico. Uno de esos momentos en que ella se preguntaba qué había hecho mal.

Estrella era una mujer de edad incierta, atractiva, venida a menos en los últimos años. Morenaza como una belleza gitana, siendo paya. El color de su melena ya no era natural. Las canas llegaron un día para ir expandiendo sus dominios, y el tinte era una lucha mensual. Había algunas arrugas en su rostro, y ella se había hecho experta en taparlas. Para estar de cara al público se colocaba una gruesa capa de maquillaje, puro cemento facial, tapando esas grietas del tiempo, como si no estuvieran ahí. Como si la vida hubiera sido fácil. Como si.

También se esmeraba en los arreglos que le hacía a los muertos. “Si es que de cara a la galería todo es aparentar; a la muerte, buena cara”, se decía a sí misma. Pero los años habían quitado luminosidad a su mirada, ya ajada y desganada, sin buscar qué contemplar. Mantenía la determinación por salir adelante de una joven, pero con la ironía y la amargura de una vieja, convencida de que su vida y la de Hugo fueron mejor años atrás.

—Mamá, no me mires así, ya te dije que llegaba a tiempo —la increpó Hugo, cuando ella suspendió su mirada en él, con todo el hielo silencioso y cortante del que fue capaz.

Siguió gritando el hijo irritado, con los ojos enrojecidos, y el aliento etílico:

—¡Déjame en paz! ¡No me sermonees! ¡Tanto entierro te trastorna!

Y como un animal asustado, salió disparado hacia el interior de la vivienda. La casa era para él un motel de carretera, su base de operaciones. Para ella, alguna vez fue un hogar.

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Estrella subió al coche contrariada, avergonzada además del olor que encontró. “Un coche fúnebre tiene que oler a neutro”, siempre repetía su padre, fundador del negocio familiar, que con tanto tesón había levantado. Eran la referencia en funerarias para la gente de ese pueblo de montaña, aunque casi todos sus habitantes muriesen en la gran ciudad. El largo coche llevaba por fuera la leyenda “Hijos de Cornelio Tacoronte. Servicios Funerarios”. Cornelio en su época había conseguido ser su propio jefe; aunque en realidad, eso le había esclavizado. Trabajaba todos los días del año y le costaba salir adelante en un negocio de monopolios en el que había días de mucho esfuerzo, y otros de no hacer nada, pero siempre en la disponibilidad de trabajar.

Hugo, a pesar del confinamiento por la pandemia del coronavirus, seguía con sus juergas y trapicheos. Además ahora usaba ese coche. Un coche fúnebre pasaba sin dar explicaciones por cualquier control de carretera. Podía transportar mercancía o gente sin llamar la atención. Nadie quería saber de los muertos. Todos miraban para otro lado. Además de lavarse las manos.

Estrella notaba el ardor de su úlcera de estómago cada día más. Se había creído durante muchos años endurecida hasta el callo, como si esa ocupación ya la hubiera curtido lo suficiente. Sin embargo, veía que se estaba reblandeciendo y se sentía añicos. Trozos sin posibilidad de recomposición.

No volvería a ser la misma ni cuando cesara el ritmo de esquelas y defunciones. Esas llamadas de teléfono a cualquier hora, de conocidos o vecinos, presas del pánico y del dolor. Tener que trasladar a su ser querido, de manera solitaria y sin despedidas, a un depósito improvisado y artificial, como si de un residuo se tratara. Tratar a las personas como cachos de carne. Había culpa flotante por todas partes. Como si hubiera alguien o todos un poco, responsables de la fatalidad de esa enfermedad. Los familiares de los difuntos, desde la distancia, lloraban delante de ella sin fin, sin consuelo. Lo sufría varias veces al día. No hay paraguas que soporte tanto caudal. ¿Cómo no le iba a salpicar?

El nudo en la garganta a veces no le permitía ni hablar. Y cuando llegaba a su casa y debía dormir, no dormía. Solo imágenes, pesadillas y más lágrimas. Las de ella. Pero… no podía abandonar. Ahora no. No podía. Confiaban en ella. Como su padre confió, a pesar de tener un hermano varón. Bien sabía su padre del inestable carácter de Ramón, quien se había largado a Cuba de viaje, y allí se quedó, hacía tiempo. Alabando a las mulatas, los mojitos y la revolución. Pasándolas canutas estaba ahora. Sin embargo, sin querer regresar, con frases hechas del tipo: “Aquí la vida es alegre, hermana, se vive al día y ya está”, o “En España la vida es demasiado seria, no es para mí”.

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Estrella recogió a Midas, su empleado, quien pensaba de sí mismo que rodeaba de fatalidad todo lo que tocaba. Portador de una biografía antagónica al nombre, que maridaba con aquel trabajo. Y es que a Midas, las cosas en la vida no le habían sonreído. Casado dos veces, una de sus mujeres le abandonó, y la otra murió. No pudo tener descendencia. Vivía con su anciana madre desmemoriada. Por eso le iba bien el trabajo con fallecidos; más pena no iba a llevar, el dolor ya estaba allí cuando él llegaba.

—Has tardado un poco, Estrella.

—Ya sabes, Hugo había salido con el coche.

—Pero, ¡si no se puede salir! Ese chico te va a dar problemas… —dijo, sabiendo que aquello era una obviedad.

—Ya —dijo ella, pensativa, sin quitar la vista de la carretera, centrada o perdida, según se interprete—. Total, en estos servicios la hora de llegada da igual, nadie nos espera ni nos va a acompañar.

Midas, una vez más, la observó furtivamente, contemplándola. Su presencia siempre le inquietaba. Ambos iban con mascarilla. En aquel coche de solo dos plazas vivas, no se podía respetar la distancia de seguridad. Pero era necesaria la pareja para aquel trabajo. Pareja era una palabra que él no se atrevía a pronunciar. Aunque al mirar a Estrella, en un mar cerebral de dudas flotantes, Midas volvía a pensar cuántas oportunidades estaría la vida dispuesta a darle.

Al llegar al hospital, se cubrieron con los equipos de protección individual y se dirigieron a la morgue, a por el primer cadáver. La preparación de los difuntos era muy básica, por las circunstancias. Los fallecidos se trasladaban en fundas herméticas de seguridad.

El primer viaje era hacia el Palacio de Hielo, recinto diseñado para el espectáculo y la diversión. Convertido ahora en depósito de historias humanas con las que el virus acabó.

Cuando pasaron el ataúd desde el coche al carrito mortuorio, se dirigieron a la pista principal, como les habían indicado. En medio de la tarea, y al pisar ya la fría superficie, a Midas le entraron repentinas ganas de ir al baño.

—Ya sigo yo, no te preocupes, las ruedas circulan bien —dijo ella, armándose de valor.

Se preguntó si la necesidad evacuatoria de Midas sería inferior o superior, al girarse y ver, como había hecho ya él, las interminables filas de féretros hasta donde su vista alcanzaba.

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Sintió un ligero mareo, y le pareció temblar. Justo en ese momento, sola y rodeada de muertos, la luz de la instalación empezó también a oscilar. Ella, reconocida agnóstica, empezó a rezar. Buscó alrededor suyo un lugar para sentarse, apenas podía mantenerse en pie. Fue lentamente dirigiéndose a la zona de gradas, y cuando llegó, la luz se había apagado del todo, solo funcionaban los pilotos de emergencia. Era más de lo que podía soportar. En aquel gélido sitio, la devoraba un calor de entrañas. No sabía si era por el mono protector, que era plástico y muy incómodo, o por su propia ansiedad. Se bajó la cremallera y se quitó la mascarilla y las gafas protectoras, necesitaba coger aire. Intentó sacar el móvil, no podía ni pensar. Su respiración se aceleraba cada vez más. Todo se veía en tinieblas, su teléfono apenas podía iluminar. No había señal, tampoco pudo llamar. Gritó, pero no había nadie más. No se atrevió a caminar por lo poco que veía y lo mal que se encontraba.

Su vista fue poco a poco adaptándose a la penumbra, y al rato y, para su asombro, le pareció distinguir una brisa coloreada, casi fluorescente, que envolvía algunos féretros. Extrañamente, comenzó a sentir paz.

Oyó entonces a lo lejos, procedentes de la pista, algunas voces conversando. No eran vivos.

—Yo esto no me lo esperaba, la verdad. Aún tenía cosas por hacer, aunque pensándolo bien, no tener ya que preocuparme de nada, me he quitado algunos pesos de encima —decía alguien con una voz femenina, que aparentaba no ser muy mayor.

—Yo hasta me alegro, fíjese lo que le digo. Claro que mi caso es diferente, yo no tengo quién me llore, a nadie he dejado atrás –dijo una voz masculina que sonaba a ancianidad —. Para mí es un placer haber dejado de sentir los dolores, la espalda me hizo sufrir mucho.

Una tercera voz, de timbre masculino y muy ronca, que parecía haber fumado y bebido en exceso por años, añadió:

—Estamos todos en calma, como dicen ustedes. De hecho hay compañeros que ya han salido disparados a la otra dimensión, flotando sin corporalidad, a vivir la paz. Ustedes se unirán a ellos en breve. Pero yo no puedo. No puedo irme de aquí tan pronto.

—Disculpe que me entrometa, ¿pero qué es lo que le retiene? —preguntó la voz anciana.

—Pues yo, cierto es que muerto tengo una calma que vivo no tuve nunca; pero dejé a mi esposa enferma, y a mi hijo con muchos problemas económicos. Mi muerte les dará aún más deudas, y no van a estar bien.

—Ninguna persona es imprescindible, nosotros tampoco. Solo que nos lo creemos —afirmó la mujer.

—Será como dice, pero yo aún no puedo irme. No, aún no —insistió el “vividor”.

—¿Pero sabe que puede regresar si quiere observar o comunicar algo? —dijo ella.

—Lo sé, lo sé, pero me quedo, no se preocupen, trasládense sin mí. Soy muy importante, no puedo abandonarlo todo así como así.

—En fin, caballero, yo, como anciano, le digo que nunca se acaba la tarea. Le deseo lo mejor y espero que no tarde mucho en venir. Debe ser duro no estar ni aquí ni allí.

Se dijeron adiós.

Estrella había vivido aquella conversación con total naturalidad. Vio dos destellos luminosos salir de encima de los féretros y salir rápidamente del recinto, atravesando los ventanales superiores, buscando la luna. No tuvo miedo. Solo sentía un gran calor, un gran calor que la acompañaba mientras se iba medio durmiendo. En aquellos momentos pudo además sentir la inolvidable voz de su padre, con el mismo tono con que le habló en los últimos días desde su cama de moribundo:

—Estrella, no estás obligada. Déjalo ir. Déjalo ir. No me debes nada. Piensa en ti.

Entonces todo fue pesadez y confusión. Perdió la postura y cayó al suelo.

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—¡Rápido!, ¡está aquí!, ¡en el piso!, ¡ardiendo en fiebre!, ¡está aquí! —gritó Midas, hacia los vigilantes, visiblemente angustiado.

Recogieron el cuerpo de Estrella, y la situaron en uno de los carros mortuorios para sacarla hasta la calle, donde esperaba una ambulancia. El personal de transporte sanitario, equipado también con trajes protectores, actuaban con la sospecha de enfrentarse al malo de aquellos tiempos, el coronavirus. Pero no estaban preparados para recibir a una paciente, supuestamente viva, en un transportador de cadáveres. ¡Qué desconcierto! ¡Qué absurdo! Tan cerca y tan lejos era estar vivo o estar muerto.

Lo que vino después fue aún más confuso para Estrella. Un artilugio de goma oprimiendo su nariz y sus mejillas, frío aire para respirar… ¡papá, cómprame un helado!… pegatinas por el pecho, pinza en el dedo… ¡papá, estoy embarazada, da igual de quién!… vías y catéteres como alambres, violentando su integridad…¡mamá, no malcríes al niño! ¡mamá! ¡mamá!… astronautas que iban y venían, se acercaban a la cama… pensar en invitaciones al universo… dolor, no poder respirar, calor, mucho calor… ¡Hugo! ¡Estudia, por favor, estudia!,… ¡deja las drogas ya!… Le llevaron un teléfono, tenía sueño, no quiso hablar… al otro lado Hugo, Hugo hablándole, Hugo llorando… lo mismo da… pitidos, no había silencio en ningún sitio del aquí y ahora… había que huir del ruido…

Desde el más profundo de los sueños, le inyectaron medicamentos para revertir el coma, cuando lo peor de la infección había pasado. Los médicos querían que empezara a reaccionar, había que quitarle el tubo de la tráquea, clavado como un puñal. Tenía que respirar por sí misma. Solo que no quiso. Se olvidó de respirar. Prefirió mantenerse lejos de la realidad. Había visto otra existencia de calma, de color, de no juzgar, de solo acompañar, de observar, de libertad, de amar y de flotar.

Pasaron varios días. No despertaba. Las voces de su hijo desde el teléfono no le decían nada, no le llegaban, era tarde ya.

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Hugo llega al hospital con el coche. Es su primer servicio en la empresa familiar. Al depósito de cadáveres. Lleva los nudillos machacados, con costras de sangre violácea, el volante está manchado. Ni se ha dado cuenta. Dejó de contar los puñetazos a la pared nada más empezar a darlos. No le permiten quitarle la funda al cuerpo de su madre. La coloca con ayuda dentro del féretro, haciendo de tripas corazón. Al salir hacia la autopista, para en el arcén, no puede conducir bien. Lágrimas y mocos, peligrosa combinación. Sale del auto, se quita el equipo de protección, se acerca al ataúd desde atrás y lo abraza. Grita. No hay alivio. Su desgracia es estar vivo.

Midas está en su casa, mirando a su madre o al vacío, lo mismo es. El hijo de Estrella no había entendido su dolor, le había echado, le había tratado como a un empleado. Su desgracia es no haberlo intentado. Con ella. Quizás.

La paz para Estrella es estar muerta. Descansada. En calma. Feliz al fin.

La noche llega, sin más. Negra y triste. Como aquellos días.

FIN


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