Postrada en su silla de ruedas apenas abulta. Hace años que para la señorita Lola la vejez ha dejado de ser esa etapa que algunos ingenuos encuentran entrañable. La decrepitud de los 87 años la ha convertido en una piltrafa, inerme y triste. Desde que sufrió el ictus, además no habla.

Estamos solos los dos en el salón de la casa, en silencio. Su hija Rita ha salido a cenar con un amigo, o amante. Fue ella quien me contrató como asistente social a domicilio a través de la oficina de ayuda a dependientes. Intenta ser amable conmigo, supongo que sabe que quedarse con la anciana, aunque sea mi trabajo, es una labor tediosa.

La señorita Lola me mira fijamente desde su silla ortopédica. La temida señorita Lola, subdirectora del instituto y profesora de latín. Le sostengo la mirada repantingado en el sofá. La suya ya no es la que lucía hace cuarenta años en el instituto, entonces firme y desafiante. Sus ojos hoy son de un color gris desvaído, llorosos, empañados por las cataratas. Con ella aprendí las declinaciones, los casos gramaticales, los numerales y ordinales. También aprendí con once años lo que es la severidad, el miedo, el menosprecio. La señorita Lola sabía como hacer miserable tu vida en clase. Tenía una extraña habilidad para identificar en un vistazo a aquellos que no estaban al día. “¡A la pizarra, Ramírez!”. Y entonces comenzaba el calvario.

Rita lo deja todo organizado antes de irse. Es una mujer resuelta, acostumbrada a organizar, decidir. Una mujer independiente.

– Dele puré para cenar. Hay para los dos si le apetece. Y luego un vaso de leche y galletas. Las de mantequilla le gustan mucho. Pero usted cene lo que quiera, Antonio. Busque en la nevera.

He calentado el puré. Me he tomado una ración y vaciado el resto por el fregadero. Estaba rico, de verduras, con un poco de apio. La señorita Lola no me ha quitado ojo mientras apuraba el plato. Me imagino que a ella también le habría gustado. Pero las galletas, danesas, de las caras, me han parecido un poco pesadas. He abierto un paquete pero tan sólo he podido comer una. Las otras cuatro las he tirado por el inodoro. He vaciado medio brick de leche en el fregadero. Es desnatada y a mí me gusta entera.

La señorita Lola tenía su grupo de alumnos preferidos. No tenían por qué ser los más destacados. Simplemente eran los que ella determinaba, generalmente de familias acomodadas, con solera en el instituto, listos o tontos, igual daba. Si no formabas parte de ese grupo había que andarse con ojo. Tan pronto humillaba a algún infortunado por llevar desgastados los pantalones del uniforme como recriminaba a otro por el simple hecho de reír en los pasillos. “Eres un bobo Ramírez, ¿aún no te has enterado que esto es el colegio y no una fiesta en casa de mamá? ¡Cómo lo vas a saber, si a esas no te invitan!”.

Rita me ha dicho que a las diez pasan una serie en televisión que la señorita Lola sigue todas las semanas. Un culebrón previsible pero que la entretiene. No he encendido el aparato. Cuando el reloj del salón ha dado las diez ha estado un buen rato con los ojos clavados en la televisión, en silencio. El silencio es algo de lo que no suelo disfrutar en mi trabajo. Todo lo contrario. Con la mayoría de mis pacientes tengo que charlar, incluso jugar o leer. Pero con la señorita Lola nada de eso es necesario. Al cabo de media hora creo que se ha dado cuenta de que hoy tampoco veríamos la televisión. Aún así no la he movido de delante del chisme. He aprovechado para fumarme unos pitillos en el balcón.

La vista desde aquí es muy relajante. Se ve todo el casco viejo de la ciudad, las terrazas de los bares, sus luces. Incluso se puede oír la música y el bullicio. Justo debajo, a la izquierda, están los viveros del ayuntamiento. En verano llegan hasta el balcón los aromas de la albahaca, el romero, la lavanda y la botonera. A la derecha, la estación de Renfe, y antes de llegar al edificio de la Diputación está el instituto. Sigue ahí, como siempre. El instituto.

Uno en realidad no se marchaba del instituto, lo hacía de la señorita Lola. Muchos tuvimos una inusual sensación de quedar en libertad cuando, acabado el bachillerato, la vida se presentaba sin aquel espectro perverso.

Cuarenta y tres años después estoy aquí cuidando de esta pobre vieja. Sé que desde su silla de ruedas me mira intentando averiguar quién soy, saber por qué. Pero no se lo voy a decir. Tampoco nosotros en el instituto entendíamos por qué. Supongo que su agotada memoria es incapaz de recordar o de entender. – “¡La vida no es una fiesta Ramírez! ¡Y mucho menos para los memos!”. Así es, señorita Lola, la vida no es una fiesta.

Suena el ascensor. Vuelve Rita.

– ¿Qué tal todo, Antonio?

– Muy bien. Ha cenado estupendamente y luego hemos visto la televisión. Ahora le estaba leyendo una revista. Creo que nos entendemos perfectamente. Una noche tranquila, como en familia.

– ¡Genial! Perdone porque me he retrasado un poco. Le doy cincuenta euros y no hace falta que me devuelva los cinco que sobran. Es usted un gran profesional.

– Muchas gracias, Rita, tampoco es necesario. Aunque algunos no lo crean disfruto con mi trabajo. Adiós, Lola, nos vemos en quince días.

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Crítica del jurado

I. Qué difícil es construir personajes malos y atractivos. Qué fácil es caer en tópicos planos. Sin embargo, en este relato eso se consigue. Me parece arriesgado, pero consigue que el lector siga ahí atento y cómplice.

II. Después de leer multitud de relatos donde los protagonistas tienen grandes cualidades humanas, uno se topa con la voz del personaje principal de este cuento. Y a pesar de ser un tipo un tanto canalla, que está torturando a una abuelita, no puedes evitar sentirte cómplice. Vale, ella fue bastante mala en su época, pero hoy es una abuela desvalida… Habría que ver por qué los lectores a veces tenemos esa tendencia tan marcadamente sádica. Quizás la culpa sea de este autor que ha sabido engatusarnos con una buena narración. ¿Qué más podríamos pedirle? Es justo y necesario que esté entre los finalistas.

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