En el embarcadero de madera un hombre esperaba solo, mirando al frente con ojos miopes casi cerrados y una sonrisa opaca de incertidumbre. Una pequeña columna de humo gris apareció en el horizonte y, poco a poco, dejó paso a un barco de dos chimeneas que se acercaba con pesadez. Tras un tiempo eterno, dejó caer el ancla y tendió una pasarela oxidada de la que descendió un hombre viejo con uniforme de capitán de la marina, con barba blanca y tez tan fría y sólida que de cerca se podían ver las aristas de minúsculos cristales hexagonales de hielo.

—¡Por fin! —exclamó el hombre del embarcadero— ¿Es usted el responsable del barco?

—Sí, yo soy —contestó el viejo— Mi nombre es Edward J. Smith y le doy la bienvenida a bordo del Caronte. Usted debe ser Segundo Moreno.

—En efecto: Segundo Moreno, director.

—Segundo Moreno Director. Veo que conserva los dos apellidos. Español ¿no?

—Sí, español, Segundo Moreno Moreno, director comercial adjunto de Saneamientos Moreno, S. A. —aclaró Segundo— Usted es norteamericano ¿no?

—No, no señor, soy, o digamos mejor fui, británico. Quizá mi nombre le suene porque estuve al mando del Titanic hasta la noche de Nuestro Señor del 14 al 15 de abril de 1912.

—Encantado de conocerle. Papá y Adelina no me van a creer cuando les cuente que he conocido al capitán del Titanic.

—Ex-capitán, si no le importa—matizó el viejo.

—Pues verá —comenzó Segundo—, yo estoy de viaje de novios y tengo que ir inmediatamente a Helsinki a disfrutar de mi crucero por el Báltico, regalo de bodas de papá, presidente de Saneamientos Moreno, S. A.

—¿Pero es que aún no se ha dado cuenta? —le interrumpió el capitán con voz de mármol de lápida.

—¿Cuenta? ¿De qué? —respondió Segundo.

—Pues de que probablemente ya no esté vivo. Usted viajaba en un vuelo entre Madrid y Helsinki. A mitad de vuelo el sobrecargo, en lugar de anunciar que iban a ofrecer artículos de venta a bordo, se equivocó de página y leyó las instrucciones para un aterrizaje de emergencia. A usted le dio un infarto. Eso es lo que dice el informe que acaba de llegar al Caronte. He tenido que desviar mi ruta para recogerle —dijo el capitán con ira mal disimulada.

—Pues no, señor. Le repito que yo tengo contratado un crucero que sale de Helsinki para visitar las ciudades del Báltico, incluyendo San Petersburgo, en primera clase y con todo incluido. Esto me suena a overbooking. Ustedes me quieren dar un paseo en este barco cutre, y seguramente subcontratado, y mandarme para casa. Quiero que me den una hoja de reclamaciones para el abogado de papá y que me lleven inmediatamente al puerto de Helsinki —protestó Segundo mientras daba saltitos de ranaen la plataforma de madera.

El capitán tragó saliva y cerró los puños con fuerza clavándose las uñas en las palmas de las manos. Unas gotas de sangre densa y oscura cayeron al suelo junto a otras del hielo derretido de su cara.

—Por favor, deme tres libras esterlinas y suba al barco. Tengo que recoger algunas almas en otros puertos, y quiero terminar cuanto antes —dijo el capitán en un tono entre la amenaza y la súplica.

—Le recuerdo que viajo con todo incluido.

—O paga o no sube a mi buque. Tres libras es lo que vale el trayecto en primera.

—¡Entonces tiene primera clase! ¿Acepta euros? —dijo Segundo con cierto entusiasmo.

—Excepcionalmente. Suba, por favor. Tenemos por delante un largo y lamentable camino.

—¿Para qué? —protestó Segundo.

—Pues para comprobar que no tiene, que está muerto. Mi antecesor ya tuvo problemas hace siglos por llevar a un tipo vivo.

—Pues dese prisa, que soy un poco hipocondríaco y no me gustan las pruebas médicas.

—Será un momento —dijo el capitán.

La vieja barca de madera de antaño era ahora un barco de vapor, de tres plantas y dos chimeneas, capaz de transportar algunos cientos de almas en cada viaje. Dos azafatas daban una bienvenida de consuelo a los recién llegados, y ofrecían caldo caliente o una infusión tranquilizante, para atemperar el sombrío trayecto.

—¿La primera clase, por favor? —preguntó Segundo.

—Por las escaleras del fondo a la derecha. ¿Caldo o infusión? —preguntó la azafata con una sonrisa fabricada.

—Un gin-tonic —dijo Segundo.

—Lo siento, no servimos bebidas alcohólicas.

—¿Ni en primera clase? Esto es increíble. Voy a ver al capitán.

La estancia del puente de mando estaba forrada de madera y despedía un fuerte olor a barniz rancio. El capitán permanecía frente al timón en perfecta simetría con él, y con la mirada vigilante en las calmas aguas del lago. Vio llegar a Segundo por el rabillo del ojo y comenzó a hablar sin volver la cabeza.

—Llevo algo más de un siglo transportando almas en el Caronte y estuve más de treinta y ocho años en la White Star Line. Nunca he tenido un pasajero tan impertinente, estúpido e inmaduro como usted. Por supuesto que no servimos alcohol a bordo. Este no es un crucero hortera para niñatos ricos.

Segundo no dijo nada. Se sintió ligeramente mareado. El capitán continuó hablando:

—Me ofrecieron el trabajo dos días después de mi muerte. Caronte ya no daba abasto con su barca monoplaza y además había cometido irregularidades transportando a un tipo que estaba vivo, un tal Heracles. No crea, le costó un año de cárcel. Desde entonces lo tenían fichado, y pensaban jubilarlo. Después de la jubilación aprovecharon para cambiar de barco, al que, eso sí, le pusieron su nombre por los milenios de servicio. Cuando ocurrió lo del Titanic me llamaron de inmediato. Daba el perfil. Nadie se hunde con su barco como lo hice yo, aceptando mi destino.

—Y supongo que también cuenta que, hasta entonces, nadie había mandado tantas almas al otro barrio en tan poco tiempo —dijo Segundo algo más recuperado.

—Supongo que todo cuenta —respondió el capitán disimulando su enfado— No crea, tuvimos unas buenas décadas con las dos guerras mundiales, en las que llegué a ser tan temido como el propio Caronte. He de reconocer que el periodismo y el cine ayudaron a crear el mito del capitán del Titanic. Yo fui el que desoyó los avisos de todos los barcos que nos advirtieron de la presencia de icebergs: el Caronia, el Noordam, el Baltic, el Amerika, el Carpathia. Todos. Hasta las suplicas que llegaron del Californian. Yo fui quien mantuvo la orquesta tocando hasta el final, y quien no se inmutó cuando la temperatura bajó diez grados en una hora anunciando que el monstruo estaba cerca. Seguí impasible con mi fiesta en el restaurante de primera clase.

—Amén —dijo Segundo juntando las palmas de las manos.

—No le permito que se burle —contestó el capitán— ya no quedan empresas gloriosas como la White Star capaces de construir un barco como el Titanic.

—Y hundirlo en el primer viaje —apostilló Segundo con risa de conejo.

Fue más de lo que el orgullo de Edward J. Smith pudo aguantar. Hecho una furia, sacó los guantes del cinturón y empezó a abofetear la menuda cara de Segundo, que no tardó en perder la conciencia con sus ojos saltones fijos en la barba blanca del capitán.

El blanco de fondo se difuminó y aparecieron pequeñas ventanas ovaladas que dejaron entrever nubes. El ruido sordo y cansino de los motores del Caronte se transformó en el eficaz rugido aerodinámico de dos modernas turbinas Pratt & Whitney. Unos rostros con semblante serio rodeaban a Segundo que yacía tendido en una camilla improvisada en el pasillo del avión, repleto de útiles médicos sacados apresuradamente del botiquín de emergencia. El sobrecargo preparaba nervioso el desfibrilador para intentar restablecer su ritmo cardiaco. Su mujer, Adelina, lloraba sosteniendo entre sus manos la cabeza inerme de su recién estrenado marido.

Tras la primera descarga, Segundo abrió los ojos de golpe y mostró una sonrisa anestesiada.

—Cariño, ¡qué bien! —dijo Adelina con voz entrecortada por el llanto—. Estamos a punto de aterrizar en Helsinki. Nos espera una ambulancia en el aeropuerto para llevarte al hospital —añadió.

En el puente de mando el viejo capitán cavilaba sombrío, consciente de que su desliz le iba a costar el puesto. Cada vez llegaban menos almas que pudieran pagar el viaje. La medicina preventiva, los hábitos de vida saludable, la moda del running y la guerra al tabaco estaban dando al traste con un negocio milenario. —¡Maldita crisis! Tendría que haberlo rematado nada más subir a bordo y no esperar a ver si lo hacía el infarto —exclamó el capitán con un gesto de fastidio al recordar con nostalgia los tiempos en que la norma eran sagrada: sólo muertos.

Por un momento tuvo una sensación nueva en su larga vida que le recorrió desde la boca del estómago hasta la garganta. Una especie de quemadura sin fuego. Se llamaba miedo. Eran sólo rumores, pero había oído que un consorcio low-cost había ofertado sustituir su barco por un submarino y transformar el Lago Estigia en un parque de atracciones. El servicio seguiría funcionando pero invisible a los turistas, y así la rentabilidad del negocio aumentaría considerablemente. La idea era contundente e inevitable como el iceberg que hundió el Titanic. Por si acaso ocurría, cuando lo cesaran, renunciaría por escrito al privilegio de que la nueva nave llevara su nombre.

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Crítica del jurado

I. Es curioso cómo un tema mitológico tan lóbrego como el paso de la laguna Estigia y el pago a Caronte que sufren las almas de los difuntos, acaba convertido en una parodia cargada de sentido del humor. Magnífica ocurrencia la de contratar al capitán del Titanic para sustituir al viejo barquero. Por su originalidad merece estar en el Libro de Relatos.

II. Muy bien este relato que nos hace pensar que las cosas no están muy allá tampoco en el Más Allá. Bien contado, ágil, original en el modo de contar el caos. Me parece original, divertido. Y una vez más nos recuerda que la mitología es mitología porque sigue viva. Muy bien el humor.

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