Hoy he comprado una planta. Aloe Vera. Diminuta. Es un primer paso, mi objetivo es mantenerla viva. Adquirir una responsabilidad, o algo. Llevo meses sin hacer una cosa así: he alcanzado un punto de dejadez extremo; siento que tengo cien años más de los que creo tener y que me caigo a pedazos como un edificio abandonado. Así que camino con la planta en una bolsa y la mano libre en el bolsillo. El pueblo es horrible, pero nadie me conoce aún. Me acerco a la biblioteca, creo que es hora de leer algún libro, empezar a rehabilitarme. Puedo iniciarme con algo sencillo, no tanto como cuentos infantiles, pero sí que me de un aire de intelectual. Hemingway —una vez vi una foto suya— no aparentaba ser un intelectual y además bebía. Este pensamiento provoca que eche una mirada al supermercado. En la entrada un viejo sentado en una silla de mimbre observa alrededor como si todo fuera una amenaza y mordisquea un palillo. La imagen del viejo me repugna. Me lo imagino tirado en el suelo con el cráneo partido, la sangre derramándose, justificando su visión del mundo terrorífico que le rodea: los drones, los teléfonos inteligentes, las señales wifi y los forasteros como yo. El viejo muerto tendría razón. Pensar en su fractura craneal abre otra grieta en mi. Lo único que puedo hacer es encogerme de hombros y entrar en la biblioteca.

Dentro hay un aroma extraño, como a mandarinas pasadas o a licor de naranja barato. Intuyo que debe ser lo primero. Tras el mostrador, la bibliotecaria levanta la vista de un libro gordo. La mujer no es ni joven ni vieja aunque su rostro está gobernado por una mirada ya marchita. Si tuviera que destacar una cosa de ella serían sus labios, ocultos bajo la sombra de una enorme verruga que reclama toda la atención del que la contempla. La bibliotecaria huele a llevar allí encerrada demasiado tiempo. Y, desde luego, no es una mujer que aparente ser miss universo.

Con el aloe vera en la bolsa parezco un homosexual panoli. La idea me envalentona un poco y miro directamente a la bibliotecaria a los ojos. Obviando sus facciones repulsivas, digo con soltura:

—¿Dónde está la sección de literatura, preciosa?

—Aquí solo hay literatura —responde sin levantar la vista del libro.

Es una biblioteca de pueblo, no puede albergar gran cosa. Solo cuatro estanterías donde se amontonan una buena cantidad de libros. Me da pereza empezar a rebuscar. Pero cuando tratas de crear un nuevo hábito te tienes que recordar continuamente tus propios motivos, evitando cuestionarlos de nuevo. Por eso paseo el dedo índice sobre los lomos de todos esos volúmenes. Así se busca un buen libro.

Al fondo un niño está embobado delante de la pantalla del ordenador. Ante él desfilan cuadros de colores chillones. Unas chicas ligeras de ropa bailan. Él mueve la cabeza y susurra palabras en un idioma raro. Parece simpático.

Dejo caer El gran Gatsby ante la bibliotecaria. Adopto una actitud gallarda, interesante, pero el aloe vera no me favorece y ella sella el libro sin mirarme. No tengo carnet, así que introduce mis datos en el ordenador. No me importa, no son los reales.

—¿Es necesario?—le pregunto.

—¿El qué? —me tiende el carnet, extrañada.

—Te falta anotar por dónde tengo el pantalón descosido.

—Son las normas.

—¿Siempre te atienes a las normas?

Vuelvo a casa silbando. Dejo el aloe vera al lado de la ventana y lo riego con un cuarto de vaso de agua. El líquido refresca la tierra y la mayor parte se sale por las agujeros inferiores de la maceta. Espero que la planta no se ahogue. Me lanzo sobre el sofá y me dispongo a leer.

—Eres un lector voraz. ¿Te ha gustado?

Parece sorprendida. En menos de una semana he devuelto a Gatsby y me llevo A sangre fría. El título suena bien. Encojo los hombros y replico:

—Pse…No ha estado mal.

—¿No ha estado mal? Un hombre que toma la identidad de otro para lograr el amor de su vida…y todo lo que rodea a la historia…

Ella suspira, enamorada del tal Gatsby. La verdad es que prácticamente me hace lamentar no haber pasado de la primera página. Durante la siguiente semana intento esforzarme más, pero no soporto las descripciones de Capote, excepto cuando se detiene en la escena del crimen, que me parece muy estimulante. Me imagino en la casa de los Clutter, justo cuando Hickock y Smith acaban de salir de allí quemando rueda, rompiendo la tranquilidad de aquel pueblo de Kansas. Cuando vuelve el silencio casi puedo oír cómo gotea la sangre, cómo se cuela entre las grietas de la madera vieja. Se me ocurre que la madera de una casa como esa de Kansas debe ser difícil de limpiar, que ningún asesino se preocuparía demasiado de eso. Tal vez en aquella época menos porque no existían los medios para investigar de hoy en día. Ahora muchos andan con kilómetros de plástico para preparar la escena, o al menos con guantes y delantal si el crimen es pasional y solo ligeramente premeditado.

El casero insistió en dejar internet instalado con el contrato a su nombre. Busco y no aparece información sobre la estructura de la casa de los Clutter. Estoy convencido de que la sangre empapó el suelo y pudrió la madera. Si alguien vivió allí después, tuvo que verse obligado a cambiar toda la superficie. Nadie podría estar allí sin hacerlo, sin dejar de tener la sensación de podredumbre a su alrededor. Pero no se habla sobre eso en internet, ni siquiera en los foros más sórdidos y morbosos. Sí que descubro que el tal Capote, además de llamarse Truman —¿qué clase de nombre es ese?— es de los que les gusta ir de la mano con otros hombres. Un marica. Lanzo el libro a un rincón y voy a regar el aloe vera. La tierra está un poco quebrada y el agua se sale por los agujeros inferiores de la maceta. Parece mantenerse en buen estado.

—Es imposible que te lo hayas leído.

La bibliotecaria tiene razón, solo han pasado unos días y ya estoy allí, devolviendo el ejemplar. Debería de ser más disimulado. Está tan sorprendida que, por primera vez, deja su enorme libro a un lado —aún no ha sido capaz de terminarlo— y me presta toda su atención.

—¿Por qué dudas de mi?

Lo pregunto mirando el móvil, despreocupado, toqueteando la pantalla como si estuviera enviando un mensaje muy importante. Hace tiempo que no uso datos, ni wifi, ni nada. Por lo de la localización y eso. Tampoco creo que nadie quisiera escribirme un mísero whatsapp. Quiero pensar que el teléfono es un símbolo de normalidad, aunque el abuelo del supermercado no esté de acuerdo.

—A ver —se acaricia el pelo, lo lleva algo grasiento— ¿Qué le pasa al autor con Smith?

—Tienen un rollo —contesto sin dudar. No podía ser otra cosa.

Ella se queda alucinada.

—Realmente has leído el libro —sentencia con la boca abierta.

Hay algo en el ambiente. Es eléctrico. Incluso el niño del ordenador lo nota. Se quita los cascos para girarse y mientras en la pantalla las chicas bailan en bikini, se escucha un sonido electrónico y estridente desde los auriculares. El chaval se encoge de hombros y vuelve a su aislamiento, a murmurar palabras extrañas. A mi me suena a zulú, pero por las imágenes debe de ser japonés. Ese chico empieza a resultarme algo extraño.

Dejo En busca del tiempo perdido en el recibidor y riego el aloe vera. Sigue en buena forma: la tierra conserva sus grietas, el agua fluye por debajo de la maceta y las hojas se mantienen verdes, robustas. Me tumbo en el sofá, satisfecho. Hasta ahora lo he hecho muy bien, pero la biblioteca no me está ayudando. Ella me distrae. Voy a dejar de ir durante un tiempo. No sería capaz de explicar cómo me leo ese ladrillo en unas horas. Falta un mes para el 17 de junio, día límite para devolver el libro. Hasta entonces, puedo hacer cualquier otra cosa y mantenerme en mis buenos propósitos.

Me quedo dormido.

Los días en un pueblo tan pequeño se resumen en paseos cortos y regar el aloe vera. No lo quiero reconocer, pero ya es como una hija para mi. Si empezara a salir de fiesta, saldría tras ella guardando una distancia prudencial. La vigilaría toda la noche, hasta que el típico chulo fuera a por ella, a sobrepasarse o hacerle cualquier cosa que podemos hacer los tíos porque somos más fuertes y las jovencitas más inocentes. Entonces saldría de entre las sombras con una escopeta, o con una barra de metal —da igual, el resultado sería el mismo—, y ¡bam!¡bam! dos impactos secos para dejar a los chulos secos.

Por suerte para ellos, mi planta no va a ningún sitio.

Yo sí que me acerco al super y le devuelvo miradas de desprecio al viejo de la entrada. Siempre está ahí y siempre nos miramos fijamente por un segundo. Un segundo es suficiente para transmitirnos nuestra mutua aversión. No sé lo que haría sin él, desde que no voy a la biblioteca ese es el mejor momento del día.

Aprovecho para explorar los alrededores. Campos de trigo amarillo entre los que me desoriento aburrido. Vago sin rumbo y asciendo una colina a pocos kilómetros del pueblo. Desde la loma reconozco la inactividad de la villa: la puerta de la biblioteca, el abuelo del supermercado. Nadie me ve desde allí. Les grito lo insignificantes que son y no me escuchan desde esa distancia. No soy nadie, nadie responde ni se preocupa por mí.

Tras unos alcornoques se esconde una casa abandonada. La fachada tiene la pintura rota, desconchada y poblada de humedades. El interior es gris, parece que hace mucho hubo un incendio y el polvo que cubre todos los muebles oscuros es solo un recuerdo de la ceniza que quedó. Alguien salvó la casa para luego dejarla a su suerte y ahora el suelo está poblado de cascotes que caen de un techo agrietado. Tal vez la estructura se haya salvado de un derrumbe seguro gracias a las gruesas vigas de madera que atraviesan el espacio de pared a pared. Es madera vieja, desgastada, con síntomas de putrefacción. Me parece ver que en algunos puntos está teñida de rojo. Recuerdo a Capote y salgo de allí con dolor de cabeza.

—¿Y este?¿Te ha gustado?

La bibliotecaria desliza sus dedos acariciando la portada de En busca del tiempo perdido sin desviar sus ojos de los míos. Qué atrevida. Hoy el ordenador del chico está apagado. Quizás porque he venido más tarde. Tal vez se haya ido a jugar entre los campos de trigo con el abuelo del supermercado, al que tampoco he visto en su lugar de costumbre. El pueblo está desierto y ella me mira de esa forma, pidiéndome que la saque de allí.

—He sido incapaz de leerlo —confieso.— No he podido concentrarme en la lectura.

Empieza a anochecer y tiro de su mano. Las espigas amarillas acarician nuestros brazos. Se nos eriza el vello y la emoción a flor de piel se transmite a través de nuestros dedos. Me detiene en seco. Da unos pasos hacia atrás, sonríe. Tiene los dientes descolocados, desiguales. No me gusta nada. Pero la sencillez con la que se acuclilla y se levanta mostrando su tela íntima en la mano me atenaza. Ondea la ropa interior y la lanza a algún lugar impreciso del campo de trigo, como lanza mi corazón allí y, allí, queda perdido entre su olor secreto y el vacío de su ombligo. Juguetea con su falda, subiéndola para que las espigas de trigo se cuelen a descubrir el universo que hay debajo. Pero cuando llega mi turno, la atusa, hace una mueca feísima, viene a besarme y sale corriendo colina arriba.

Llego a la casa que, abandonada, está suspirando entre las paredes y sus grietas. Ella se esconde tras sus risas para que pueda encontrarla. Basta con seguir ese sonido, junto a sus huellas en el polvo; para encontrarla aprovechando los últimos minutos de luz solar. La alcanzo en uno de los baños, el pelo revuelto, la mano bajo la falda y el calor escalando por su cuerpo. La atrapo con el mío y nos envolvemos, permitiendo que las paredes se derrumben sobre nosotros, abandonándonos a la suerte de los crujidos de esas vigas de madera enrojecidas; imposibles de escuchar, ni para nosotros, ni para los del pueblo. Caemos al suelo que nos abraza entre azulejos rotos, feliz de sentir piel contra piel después de tanto tiempo. La villa arde de nuevo, somos un incendio del que no queremos escapar. Quizás, si alguien salvó la casa en su momento, fue para esto.

Cuando la casa vibra por última vez nos dejamos caer exhaustos. Vuelvo a ver grietas abiertas, vigas desangradas; una estructura en ruinas a mi alrededor, algo que podría caer en cualquier momento. La bibliotecaria pone la mano sobre mi pecho. Se inclina sobre mí. Va a decir algo. Alcanzo un ladrillo y golpeo en la cabeza. Cae sin vida a la primera. Son muchas horas de práctica. Me desahogo sobre ella y vuelvo a golpear. Era fea. Pam. El viejo me odia. Pam. No entiendo lo que hace ese niño. Pam. Estoy cansado de cargar con un móvil para nada. Pam. Pam. Pam.

Entro al piso desnudo y lleno de sangre. Tal vez habría sido mejor haber previsto un acaloramiento así; haber llevado, al menos, delantal, guantes y una máscara. Cuando tratas de crear un hábito te tienes que recordar continuamente tus propios motivos, evitando cuestionarlos de nuevo. Pero también debes permitirte pequeñas traiciones a tus buenos propósitos. De vez en cuando. Solo para que el dolor de cabeza no te supere, para no volverte loco en el proceso.

Lleno un vaso de agua y me acerco al aloe vera. Parece más esplendorosa que nunca. Riego un poco la planta. Acaricio sus hojas duras mientras el líquido se filtra y sale por debajo de la maceta. Noto un tacto extraño. Tiro de la hoja y, sin querer, me llevo en la mano toda la planta. No tiene raíces. En su lugar, en la base, tan solo hay una pequeña punta de plástico de la que sale el resto del material artificial.

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Crítica del jurado

I. Original esta historia contada con una prosa despiadada y con mucha fuerza.

Muy bien esa metáfora de situación que abre la puerta a tantas posibles interpretaciones. Quizá tampoco él pueda tener redención, quizá también sus raíces son de plásticos. Muy original, muy interesante.

II. Ha sido seleccionado por su estudio de la personalidad psicopática del protagonista del relato, sus aleatorios gustos literarios y su falta de contacto con la realidad que le lleva a cuidar, día tras día, una planta que al final resulta ser de plástico. Y en el fondo es que él está tan «vivo» como ese aloe vera.

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