Humanidad perdida.

Humanidad perdida.

Anais Gonzalez

16/12/2021

–Acéptalo y vive, recházalo y muere –me susurró al oído el reclutador.

Pensé que podría librarme hasta lograr encontrarla. Era cuestión de tiempo para que me capturaran, lo sabía, pero me había salvado tantas veces, que creí que nunca me atraparían.

Ahora no podré verla de nuevo, y si lo hago, no seré yo misma. Cualquier recuerdo o sentimiento será sólo una memoria más en una gran base de datos.

Hacía más de veinte años que la tecnología se había vuelto nuestro amo y señor, nuestro Dios. Recuerdo las anécdotas y las quejas de mi abuela, con sus frases de: “en mi tiempo todo era diferente”. Sí, en su tiempo la tecnología era una herramienta, algo útil. Los humanos poseían la tecnología, no al revés. Y aun así, ya comenzaba a dominarlos. Herramienta o no, era indispensable para casi todo, y cualquiera que la rechazara, o que repudiara su uso, era considerado un tonto, un cavernícola que vivía en la edad de piedra. La mayoría de las personas que pensaban así eran ancianos, como mi abuela… pero no todos. Un pequeño grupo de ellos, comenzó a juntarse en una secta.

Así fue como inició todo. Aquél grupillo fue manipulado. Fueron atraídos con falsas esperanzas. Utilizados como un chivo expiatorio para lo que se proponían hacer los fundadores.

En el cumpleaños catorce de mi hija, algunos amigos y familiares nos reunimos para celebrarlo. Una vez más, mi madre no asistía. Ni siquiera porque hacía más de un año que no abrazaba a su nieta. Ella creía que comunicarse mediante un holograma personal era igual que pasarse por la casa. Pero qué podía esperar, así había sido casi toda mi infancia. Desde que se convirtiera en influencer, todo su mundo giraba alrededor de una cámara. Conforme su popularidad iba creciendo, aumentaba también el tiempo que pasaba frente a su computadora o teléfono. Mi madre se volvió adicta, pude reconocerlo gracias a la clase de salud social. Ahí nos explicaron lo que era una adicción al mundo virtual, y ella tenía todos los síntomas. Desde que supe aquello, dejé de infravalorarme, no era que yo no fuese lo suficientemente importante, es que ella estaba enferma.

Si no me equivoco, pertenecí a una de las últimas generaciones en recibir aquél curso en la escuela. Poco después quitaron esa asignatura. La Great Global Company, GGC por sus siglas en inglés eliminó cualquier materia escolar que pudiese desestimar el uso excesivo de la tecnología o las redes sociales. Después de todo, ellos eran los que proporcionaban los recursos para sufragar la educación y el hambre en la mayoría de los países. No es que fueran humanitarios, la GGC era un monstruo, y los que no estaban bajo su poder, tarde o temprano terminarían sometiéndose. Si algún país rechazaba su “ayuda”, los bloqueos que la GGC les imponía, originaba crisis económicas tan grandes, que no tenían más opción que aceptar su financiamiento.

Cuando la secta anti tecnología comenzó a multiplicarse, la gente empezó a rechazarlos, algunos hasta los agredían. Los llamaban locos, fanáticos. Aunque a mí me provocaban algo de antipatía, no podía dejar de pensar, que no estaban tan equivocados, pues tenían razón en algunas cosas. Hasta que una mañana, todo el mundo fue impactado con aquella noticia: la secta había llevado a cabo un ataque terrorista en el edificio principal de la GGC. Cientos de personas habían muerto y muchas más resultaron heridas.

Uno a uno los cazaron como animales. Nadie podía quejarse u objetar en contra. Si sus derechos humanos eran pisoteados, era en “pro de la justicia”. Ellos se lo merecían. Ninguno llegó a ser encarcelado, y mucho menos a un juicio. Eran asesinados en el momento en que los capturaban.

Las personas se volvieron paranoicas. El caos comenzó a apoderarse de la población. Cualquier persona simpatizante o no con la secta, eran señalados y denunciados por sus amigos, algunos hasta por sus familiares, por el simple hecho de oponerse a la dependencia a la tecnología, por no aprobar el reemplazo de la mano de obra por maquinaria, por rechazar tratamiento médico a base de nanotecnología, e incluso hasta por no poseer redes sociales. La policía comenzó a llevarse a personas de sus propias casas, muchas de las cuáles nunca regresaban.

Entonces la GGC publicó la solución a todos los problemas y al caos que se estaba viviendo: una vacuna.

Se había descubierto cuál era el gen de la violencia, por lo que se proponía erradicarlo a base de nanobots. El sistema nervioso de todas las personas sería redirigido, logrando una humanidad mesurada y pacífica. La paz mundial al fin no era un sueño, sino una realidad.

Las noticias informaron del éxito de la vacuna al ser probada por primera vez en un humano. El gobierno había autorizado que un prisionero sentenciado a muerte por el asesinato de más de diez mujeres, fuese el primero en ser vacunado. Un psicópata y asesino en serie que se convirtió en gurú y embajador de la paz.

Al principio todo iba bien, pero después se volvió un secreto a voces: la gente comenzaba a actuar diferente. Después de la vacuna no eran ellos mismos.

Muchos se opusieron, pero el gobierno destinó a un grupo especial del ejército, llamados reclutadores, la labor de vacunar a los insurgentes. En ese momento supe que teníamos que huir. Le pedí a mi madre que nos acompañara, pero tan sumergida en su mundo virtual, creía en todo lo que las redes publicaban: la vacuna era nuestra salvación.

Nos sumamos a un pequeño grupo de rebeldes, algunos ex miembros de la secta, otros escépticos de la vacuna. Huimos, luchamos, nos escondimos, y en una de tantas, me separé de mi hija. Pasé años buscándola con la esperanza de que aún no hubiese sido vacunada… hasta hoy.

–¡Vacúnenla! –dijo el reclutador.

Forcejear ya no tenía caso. Apreté mis ojos, mis dientes y mis puños con todas mis fuerzas, deseando con ello retener mi humanidad.

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