Mis hijos, como tantos niños, gustaban, metidos en la cama, de escuchar cuentos antes de dormir. Cuentos que yo les leía y que, al principio, ampliaba con retazos imaginados pero coherentes con el texto. Después, el cansancio me empujaba a reducir los relatos. Pero, ya se sabe, los niños son pequeños pero no tontos. Ellos conseguían alargar el cuento cuestionándome cada una de las acciones del gato o de la bruja, del flautista o del ogro. A pesar de la fatiga del final de la jornada eran buenos momentos, incluso ahora cuando los rememoro. ¡Qué magia la de los cuentos!
Los cuentos, preciosos entes, ¿se animarán? ¿Por qué no? Quizás esta pequeña historia nos lo pueda aclarar:
Camboya es un gran país, pero solo pude conocer Siem Reap con sus fascinantes templos y Phnom Penh, la capital. Allí busqué un libro de cuentos —en Vietnam había tropezado con uno en español—. Pregunté al guía. El hombre, con un dominio limitado de nuestra lengua, me dijo:
—¿El saco de los cuentos?
—No —respondí—, un saco no, un libro, un librito de cuentos de Camboya. —Y yo levantaba la voz y gesticulaba.
—Sí. El saco de los cuentos —repetía él—. Bueno, bonito.
Años después, en España, encontré «El saco de los cuentos».
Y sí, los cuentos, preciosos entes, se animan.
Aquí cuento un cuento que (siempre) quiso y quiere ser contado.
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