Conocí, hace mucho tiempo, a una reina sin corona ni castillo. Era la más poderosa que había, pero no por tener a su disposición a caballos y peones, no, lo era por su libertad.

Una noche fresca de otoño, nos arribó una tormenta, una que según los grandes consejeros y las mayores adivinas anunciaba guerra y desolación. Desesperado, el joven rey dio la orden de llevar ante él la libertad más pura que había para equilibrar la esperanza entre su pueblo, y su mente.

Y por supuesto, la orden no se hizo esperar, pues ante él ella se hizo presente.

El rey, aseguró que merecía su reinado como intercambio, la dama, usaría su libertad para protegerlo mientras dirigía a sus hombres, tendría el derecho de tener más poder que cualquier otra y solo él estaría por encima de ella, sin embargo, la ignorancia lo cegó, y su promesa no tardó en mancharse con la roja, pero obscura tinta de la mentira, su firma, el contrato y su palabra no valieron nada.

Al alba del día siguiente, la libertad de la dama fue coartada, ¿qué clase de rey podría marchitar la inocente idea de la felicidad?, solo alguien de corazón pétreo pudo haber osado usarla…como una pieza.

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