Érase una vez un pueblo muy bello, rodeado de montañas verdes y altas.
Mi niñez, la pasé con mi abuelo Tomás.
Su fotografía de militar en la ciudad de Cuba presidía una de las paredes de la sala de estar. Lo recuerdo siempre hablando maravillas de esta tierra. Tanto que desde muy pequeña aprendí a admirarla y amarla sin conocerla.
Los destinos de la vida hicieron que cuando adolescente, me eligieran para representar en mi colegio una obra teatral sobre Cuba.
Me encontraba radiante, con un traje de tarlatana blanco, mi pelo largo y oscuro hasta la cintura y mis manos entonces nacaradas abriendo pausadamente el gran telón verde para dar paso a mis compañeras que hacían de guajiritas, bailando lindas habaneras, mientras el piano al fondo interpretaba tan lindas melodías.
Mientras iba descorriendo el telón, iba entonando una poesía sobre la belleza de la tierra cubana, cuya lectura y a pesar de los años transcurridos la conservo intacta en mi veterana memoria.
Nunca viajé a Cuba, mi querido hijo, mas sus quimeras han perdurado y persistirán por siempre en mi corazón.
Cuba, país de encanto y de color
dulce, risueña y alegre como un rayito de sol.
Cuba, es la isla del ensueño y del amor
rodeada de la mar, con sus campos de tabaco y plantaciones de café,
es cual reina engalanada en su lecho de esmeraldas, con la gran falda tostada y engalanada de encajes que le brindan en virajes las espumas de la playa.
Luce en su cuello moreno, una gargantilla blanca, el mejor orgullo suyo que es la gloria y el orgullo de la belleza cubana. «El gran puerto de La Habana».
Adornan esta nación, muchos ríos que atraviesan y fecundan su riqueza y que en murmullo mimoso, mientras la riegan, la besan.
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