Y en mi retina la imagen de aquella chica que observa en el tren a un par de sombras armadas y prendadas de sospecha, las mismas que se apearán en la estación para esconder con cautela la prueba de su delito en una taquilla. Si yo fuera nuestra anónima heroína probablemente no haría nada, o sí: quizás seguiría a alguno de esos dos tipos a media distancia, con el cuello de la gabardina bien alzado. El muy cobarde al advertirme acabaría dando un salto desde el ómnibus para caer de bruces frente al inspector, el inteligente y atractivísimo inspector que querrá invitarme a cenar en agradecimiento, comida tailandesa, un paseo hasta casa y lo que siga…

No hay nada como pasar el día pensando una vieja película. Mantener la mente ocupada cuando una anda falta de ocupación, me da igual que ellos no lo vean, aligera mi desidia. No tienen derecho a privarme elegir desde dónde quiero ignorar que me robaron mi tiempo, aunque no les guste: yo elijo. Y lo hago desde el andén del letargo, este sofá de segunda mano con la memoria de otras vidas que, sin llegar a ser, fueron o serán parte de la mía.

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