Desde el andén, recibo el saludo violento del viento que anuncia la llegada puntual del metro a mi encuentro. Las puertas se abren con fuerza. Unos salen del vagón a montones. Otros tratan de subir como sea. Frenesí. Yo, en medio de la muchedumbre. De repente, suena el celular, inoportuno como siempre. Empujo un poco a la gente. No deja de sonar. Mi mano bucea en la cartera sin suerte. Logro entrar. Se cierran, enérgicas, las puertas. ¿El aparato? Insistente, sigue timbrando. Pierdo el equilibrio con la partida del metro. Me sujeto de un asiento y continúo buscando. Igual cosa hace una señora que está mi lado. Casi al mismo tiempo, las dos contestamos el teléfono. Ella me mira, perpleja. Se voltea y, riéndose, continúa su conversación. ¡Aló! ¡Aló! Nadie me responde. ¡Hola!? Enojada, alejo de mí el celular para ver quién llamaba. El tiempo se detiene. Silencio. ¡Era la billetera…!
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