Aún está a tiempo de marchar.
Por el altavoz anuncian su llegada en cinco minutos, con ese tono de las ofertas de supermercado; enlatado y vacío, al igual que los cuerpos que se trasladan de un lugar a otro de la estación, tal parece que cuando cruzan las puertas y cae sobre ellos la fuerte cortina de aire frío se transforman en autómatas impasibles.
-Ojalá la vieja se siente lejos y no me dé la paliza, que a la yonqui le den algo antes de que llegue hasta aquí y se largue. Y ese loco que ni se acerque, media hora lleva hablando sólo –
Los cinco minutos se le están haciendo eternos; lo vuelve a pensar, pero es tan cobarde que no se atreve, tiene que levantarse, tirar el ridículo clavel amarillo y salir, nunca habrá ocurrido…
Desde el andén llega el sonido de los tacones, con paso rápido y fuerte, militar, semejante a las botas que lo provocan. Se detiene, duda, hacia un extremo, hacia el otro y finalmente… a la calle.
La niña observaba con curiosidad aquellos dos claveles amarillos abandonados en un banco, a su lado, un loco repetía: “Iguales, eran iguales”.
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