Antes del amanecer entró en la oficina, ajustándose el uniforme de botones dorados y más triste que de costumbre. Salió para fumar un cigarrillo. Contempló largamente las vías terrosas, indiferentes al paso del tren.
Desde el andén regresó a la oficina porque sonó el teléfono. Era su jefe. Le avisó que la partida del tren, el último que recorrería esa ruta, se había cancelado porque sólo cuatro pasajeros compraron billete, y que el servicio se suspendía definitivamente.
Cuando autobuses modernos empezaron a recorrer las renovadas carreteras comenzó el declive: los vagones iban y venían casi vacíos. “Se acabó, compadre. Preséntese en la oficina para reubicarlo, pero si quiere un buen consejo, escúcheme: mejor jubílese”.
El jefe de estación apagó el cigarro y echó en el maletín algunos objetos personales. Miró la fotografía enmarcada de su mujer, que había muerto el año anterior, y otra en la que posaba su hermano. Empezó a garrapatear una carta.
Esteban:
“El tren no correrá más, ha envejecido. Sus estaciones están solitarias, abandonadas de todos. Pronto se convertirá en un montón de fierros viejos. Créeme hermanito, yo…” Dejó caer el lápiz, sacó del cajón una pistola, se pegó un tiro.
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