Aquella mañana como todos los días, esperaba yo el metro. Desde el andén veía como llegaban llenos los vagones. Pensé en lo desafortunado que era: una vez más el viaje de pie apretado en medio de tanta gente. Mi amargura iba en aumento hasta que a buen tiempo me acordé del consejo que suele darme mi padre:  

  -No te amargues, ante la vida sonríe. 

  Con mi pensamiento positivo subí en el metro. Decidí entretenerme observando a las personas que conmigo compartían vagón: el señor de barbas justo delante mía; las tres amigas que se entretenían con sus respectivos móviles, los cuatro silenciosos ancianos… Todos tan diferentes que creo que el silencio y sus caras de amargados eran el único que tenían en común. Creía que los demás pasajeros serían semejantes. Me equivoqué. En seguida descubrí la chica de vestido azul. Puro deleite para mis ojos. Su cara  resplandecía felicidad y armonía. Trocamos algunas miradas cómplices. Mí cobardía y timidez me impidió seguir mirándola. Llegó mi parada. Bajé.

  Volvió el metro a ponerse en marcha. Volví yo a tener valor para mirarla una vez más. ¡Desde el vagón ella me esbozó una sonrisa!

  Gracias papa. Gracias princesa del vestido azul.

 

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