Nunca volvió. No recuerda el momento preciso en que dejó de existir mientras seguía viviendo. Siempre perdido, diluido entre los demás. Inmerso en un ruido que no deja escucharse el pensar. Acompañado y conducido por circunstancias que nunca eligió.

No levantó la voz, sabía que la queja cansa y no soluciona y que la libertad siempre tenía un precio. Manejó con destreza y éxito todos los convencionalismos sociales dentro y fuera de la familia. Querido, admirado y con algún triunfo, siempre por y para los demás, jamás los disfrutó porque en realidad no le correspondían, había dejado de existir en algún momento muy temprano de su vida.

Hace poco tiempo me lo encontré por casualidad cara a cara, a pocos metros de distancia desde el andén de enfrente. Había envejecido pero era perfectamente reconocible en el cristal, tenía el mismo aspecto de persona tranquila, bien adaptada.

Hice un ademán de saludo con mi mano derecha y fui correspondido del mismo modo; añadiendo, además, una mueca que me dejó petrificado. Cuando el tren partió la vía quedo desierta. En ese momento y con toda mi alma grité interiormente, ¡quiero volver!

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