Aquella madrugada de 1.939, la bahía de Portbou, fiel a sus habitantes, los protege del viento una vez más. Reposando sobre la arena, las barcas, en paciente espera, se dejan acariciar por el agua. El silencio convive con el miedo de sus habitantes, de los emigrantes, de los que huyen , los contrabandistas.

Apenas hay luz en el refugio. Construido bajo la iglesia, se comunica por una diminuta ventana con el cementerio y la fosa civil. 

La noche ha sido larga, los recuerdos torturan a Manuel y no logra dormir.

Cabizbajo y apesadumbrado va llenado la maleta con las pocas cosas que le quedan, algunas prendas de ropa y  su inseparable cuaderno rojo . 

Cierra la puerta  y sin mirar atrás, camina calle arriba, en dirección a la estación.

La mayor parte de los edificios están en ruinas. El gran monstruo lleva años cogiendo el pueblo por los pies y sacudiéndolo. Huele a humo y a dolor.

En la estación, el reloj le recuerda que el tiempo apremia, hay que llegar a la frontera antes de que salga el sol. Desde el andén se ven los túneles que engullen a los que, como él, van en busca de la libertad.

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