Como tantos días, Lola sentada en la estación y desde el andén, recorría mil sitios distintos donde le gustaría ir. No se proponía subir a ningún tren, simplemente le gustaba estar allí. Siempre se acompañaba de algún libro, donde su imaginación volaba a través de sus páginas impresas.
Ella sabía trasladarse tanto a una playa de agua azul turquesa, hasta el paisaje más arbolado de cualquier bosque.
Con solo su pensamiento y cualquier sitio o país que leyera en el libro, tenía un sinfín de experiencias.
Gracias a su gran fantasía nunca acababan mal, al contrario. Era muy fácil viajar así y cuando volvía a la realidad, aun sabiendo que era muy difícil llevarla a cabo, la llenaba de dicha.
Se alimentaba de las prisas de los verdaderos viajeros, transitando a su alrededor, portando equipajes y bolsas, hacía suya la intranquilidad que a veces mostraban, así como de la alegría de sus rostros bromeando entre ellos.
Cuanta más algarabía reinaba en el andén y más tumulto de gente se concentraba, más gozaba ella de sus fantásticas aventuras.
Sabiendo que solo habitaban dentro de su cabeza y en la tripa de sus libros, para Lola, era su más preciada riqueza.
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