Desde el andén un gato miraba hacia la ventana de una casa antigua y envejecida, contemplaba con curiosidad a una mujer desfigurada por el dolor, carcomida por la soledad, abatida por la tristeza gritando:

-¡Espejo, espejo, no me gusta lo que veo!

El gato se acerca lentamente, oyendo los ecos de unas lágrimas mal disimuladas; la gente del lugar se acerca con desconfianza ante lo que parece ser un ataque de nervios:

-“Pobre, ya no está en edad”, “esas deben ser chocheras” “¿Es que acaso no hay nadie que la ayude?” murmuran los vecinos entre sí.

Mientras tanto aquella mujer se acerca al espejo entre curiosa y expectante, el espejo parece hablarle aunque nadie parece notarlo: Le recrimina siempre que puede, la regaña, la hace sentir estúpida, no hay momento en que se lo recuerde cada vez que le dice:

-¡Espejo, espejo, no me gusta lo que veo!

Le responde aquel vidrio reluciente, con un tono de sorna que no hace más que resonar en su cabeza como palabras de ecos afilados:

-¿Por qué lloras si este es tu reflejo?

Nada parece detener su llanto, ni siquiera la llegada de los enfermeros del hospital psiquiátrico

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