El despertador suena a la hora debida, su alma agotada lo apaga. Unos minutos después, que también podrían ser horas, vuela hacia la calle. “Llego tarde, llego tarde” ese pensamiento relampaguea en su cerebro, mientras su corazón truena. No siente sus piernas avanzar, sólo oye el latido de sus pasos sobre el asfalto. Llega a la estación empapado en sudor en una mañana fría de noviembre. Aparta, como si de un telón se tratara, a la gente que se cruza en su camino. Todos sus sentidos se concentran en la  última espalda que desde el andén entra en el tren, la sigue, salta y conquista un asiento junto a la ventana. Poco a poco va recobrando la respiración. Cierra los ojos. Los abre: ¿Dónde están los informes para la reunión? Su mirada sólo encuentra el suelo vacío y sus zapatos relucientes. Su cuerpo se contrae y un dolor le empieza a taladrar la sien. Kilómetros después el paisaje se vuelve desconocido para él; suena el móvil: “Buenos días”, dice una voz modulada por cientos de cigarrillos, “¿te puedes quedar hoy más tiempo en la oficina? Tenemos que hablar sobre la reunión de mañana.”

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