Rasgó la fotografía en dos, tiró los trozos al andén y se subió al último vagón. De inmediato, los dos fragmentos quedaron a merced de la apretada muchedumbre.

Una de las mitades revelaba un rostro femenino surcado de arrugas camufladas con crema y coronado por una espesa melena de color indeciso. Su sonrisa de septuagenaria advertía que antaño los hombres se volvían a su paso para piropearla.

El otro cacho de fotografía permanecía a varios pasos. Se podía observar el rostro de un octogenario bonachón, de gruesas mejillas ardientes y cráneo despoblado.

Los pasos de los transeúntes y el ir y venir de los trenes movían aquellas frágiles estampas, unas veces separándolas y otras acercándolas. Hubo un momento en que compartieron el mismo espacio, pero solo duró un eterno segundo. Así pasaron el día en medio de aquella loca farandola, hasta que llegó la noche.

Desde el andén, aún se puede observar los dos trozos de aquella misma fotografía, exhaustos y magullados, pero el uno acurrucado al otro, en un desesperado intento de unirse otra vez.

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