La verdad es que al final no fue para tanto. Pensamos que el mundo se nos vendría encima, pero nos acostumbramos a tu ausencia. Con razón dicen eso de que el ser humano es un animal de costumbres, uno se acostumbra a todo. Hasta a lo más desagradable.

Pero tranquila, no te reprochamos nada. Por lo menos atinaste mejor que Sylvia Plath y nos ahorraste sufrimientos inútiles. Te agradeceré no obstante que cada vez que entre en una estación de tren me parezca ver tu cara de niña traviesa observándome desde el andén con esa expresión tragicómica como de personaje de manga. Y quizás todavía espere oír tu voz cantando en varios idiomas o pedir té con hielo con porte aristocrático.

Elegiste la solución fácil, el relax absoluto, mientras que a nosotros nos toca lo difícil, levantarnos cada día con un motivo para no desfallecer, igual que aquellos mineros que antaño se sumergían en las entrañas de la tierra para tal vez no regresar. Lo nuestro podría haber sido bonito, pero tu rama de sauce quebró y te adentraste cual Ofelia en la noche eterna. Y eso que siempre odiaste los trenes.

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