Eva sentía el peso de su soledad. Hacía meses que veía su vida pasar como si la observase desde el andén.

Se sentía sola mientras todo estaba lleno de gente. No entendía por qué se sentía así.

Tres meses atrás se había venido al pueblo decidida a cambiar de vida. Nadie entendió por qué se iba, tenía un buen trabajo, un buen piso y una familia que la quería. Le dijeron que estaba loca, que todo el mundo estaba desesperado por conseguir un trabajo y ella despreciaba el suyo. Ella tampoco lo entendía muy bien, pero tenía la imperiosa necesidad de irse, de vivir otra cosa. Por eso eligió aquel pequeño pueblo costero. Quería perderse pensando que allí su soledad se aburriría y se iría por su propio pie, pero se equivocó.

Se dirigió al acantilado. Le gustaba sentarse en un saliente y sentir la brisa del mar. El mar era el único que la reconciliaba consigo misma, donde su soledad y ella eran una. Olía las algas y el salitre, ese penetrante olor la reconfortaba.

Cuando se subió en la roca el calor del sol le tocó la piel. De repente se sintió libre, se sintió ligera y voló.

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