Sus manos pecosas y arrugadas, acariciaban entren sus dedos, un manoseado y viejo abanico, cerraba, abría y se abanicaba una y otra vez.
El envainen de una multitud, la rodeaban portando sus maletas.Se sentía algo mareada.
Sus huesos entumecidos por el tiempo que llevaba sentada en unos de los bancos del anden.
Mes de Agosto, olor entremezclado con sudor de un ir y venir de pasajeros.
Un pitido ensordecedor para sus cansados oídos, le sobresalto, haciéndole caer entres sus dedos huesudos y temblorosos, su entrañable abanico.
Alguien paro en seco, lo recogió y lo volvió a depositar en sus manos, alejándose con una sonrisa amable y bondadosa.
Maria solo pudo agradecerle con una mirada limpia de ojos de un intenso azul cielo, algo tapados por los parpados superiores, cansados por el paso del tiempo, su piel de un blanco anacarado, su cuerpo algo escuálido a sus 82 años.
Solo se hacia una pregunta:
—¿ donde esta mi hijo?…me dijo que no tardaría.—pensó en voz alta.
A duras penas cogió su bastón y con pasos temblorosos, se dirigio a unos de los asistentes.
—¿ a visto usted a mi hijo?.
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