Miras pasar los trenes desde el andén. Te pones los audífonos y subes el volumen. Te acercas a la línea amarilla que se supone no debes cruzar. Das un paso más. Volteas hacia el túnel: el metro se acerca. Parece que el conductor teme que saltes porque pita desesperadamente. Retrocedes, apenado. Abordas el último vagón. Está casi vacío, sólo algunos borrachos que vuelven a casa, como tú. Recargas la cabeza un momento y el sueño te vence.
Abres los ojos confundido. Alguien te habla. Desconcertado, te quitas los audífonos y la miras. Ya la has alucinado antes. Cierras los ojos, pero cuando vuelves a abrirlos, sigue ahí. Se sienta a tu lado. Tú la escuchas en silencio: en las condiciones en que te encuentras difícilmente podrías articular más de dos palabras.
No entiendes qué hace ahí, después de tanta ausencia, pero no te importa. Por fin guarda silencio. Para entonces ya has pensado en tus dos palabras. Miras esos ojos grandes y sujetas su mano firmemente, sonríes un poco, y con voz clara le dices: Ya no.
Te acercas a las puertas del vagón. Las cruzas en cuanto se abren, temblando. No vuelves a mirar atrás. Jamás.
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