Rashid trabajaba duro y antes de medianoche, exhausto, ya estaba en la cama. En ese momento previo al sueño, siempre hacía el mismo recorrido: recordaba a sus padres con amor, agradeciéndoles la existencia y la esencia; evaluaba sus actos del día y después cerraba los ojos para adentrarse en el sueño que soñar quería. Ese sueño, tenía nombre de mujer: Amira.

Alejados por una distancia insalvable, ambos compartían cualquier cosa que les hiciera felices. Al menos, emocionalmente, eso les unía más: música, fotografías… incluso la lectura de un libro.

Aquella noche, al abrirse la puerta de sus sueños, ella no le esperaba en el vado del río como otras veces, ni bailando en la playa, desnuda a la luz de la luna, para luego fundirse juntos en un torbellino de pasión. Su sueño, Amira, y la historia de aquel libro compartido también se envolvieron.

Desde el andén de una estación sin nombre, ella le sonreía.Cuando Rashid llegó a abrazarla y sintió su cuerpo entre sus brazos, Amira le susurró al oído:

– Hoy nos vamos de viaje.

– ¿Sin equipaje? -dijo Rashid-

– No lo necesitamos, amor. El equipaje somos nosotros. Escribamos nuestra historia a través de nuestros sueños.

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