El metro. Toda esa tristeza puede hacerme llorar. Luz incómoda, ruidos violentos, el olor y las caras de sueño. Pienso en un gran puñado de sucios billetes muy gastados, llenando mi boca hasta ahogarme en mi propio vómito, así me hace sentir el camino a la oficina. No me gusta la gente y no entiendo qué sentido tiene mi trabajo. Completamente absurdo.

Aquel día no llegué a tiempo y sentí odio mientras contemplaba el tren alejarse desde el andén. Fue entonces cuando me enamoré de ella, su mirada y su sonrisa eran una mezcla de cariño, ternura y compasión. Menos de un metro de distancia nos separaba y no pude reaccionar. Deseé raptarla y convertirla en mi diosa, lejos de este mundo. Mataría por ella. Sólo tenía que pedirlo. Cualquier cosa.

Se acercó despacio, se chupó el dedo y me limpió una enorme mancha de pasta de dientes que tenía en un lado de la cara. El metro se detuvo, ella se bajó en su estación y cuando se cerraron, dibujó un corazón en una de las puertas. Sin palabras. Sin dejar de mirarme, de sonreírme. Ella. Pudo ser un sueño en Madrid, a las siete de la mañana. 

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