Un compañero le había hablado varias veces de ella, y en cada conversación le sonsacaba más detalles, curioso y excitado a la vez. Llegó a memorizar sus horarios de llegada y los tiempos de espera en la estación que ambos frecuentaban y en la que nunca antes habían coincidido.

Aquella mañana se apresuró unos minutos, los suficientes para llegar antes y esperarla, jadeando por un esfuerzo que no le convenía.

Cuando la vio doblar la esquina se recompuso lo mejor que pudo, aparentando una juventud ya lejana. Mientras se aproximaba la observó en toda su longitud, esbelta y sinuosa. Ella le miró de reojo justo antes de pararse a su lado.

Permanecieron así escasamente un minuto, ella esquiva y orgullosa, él intentando recordar las viejas artes de seducción que tan buenos resultados le habían dado en el pasado.

Desde el andén el jefe de estación dio orden de que aquella preciosidad continuara su viaje. El viejo tren la observó alejarse por la vía y por un instante le pareció que agitaba coqueta la cabeza, tan aerodinámica que daba vértigo.

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