Camino sin dirección. Espero que mis pasos hagan frente al calor polvoroso de esta época y me permitan llenar mis pulmones con algo distinto a esmog. Me detengo en la esquina ante la orden rubí que gobierna al tránsito y desde el andén, observo que no hay coches detenidos ni transeúntes. Nadie me disputa el aire, ni la calle, no hay nadie frente a los escaparates, nadie intenta vender réplicas falsas de objetos de grandes casas de diseño. Ningún niño grita por atención. El silencio se planta frente a mis ojos y mis oídos sólo perciben al sol encendido del medio día. Estoy petrificada porque intento recordar en qué momento la ciudad abarrotada y sucia de gentes y coches se convirtió en un paraje desolado. No puedo recordar cuándo vi a una persona por última vez ya que siempre evito las miradas y aún más la compañía de cualquier otro ser. No puedo caminar porque mis pasos hasta ahora me servían para huir, pero si no hay de quien hacerlo, no sé a dónde ir. Mi turbación se rompe por un resplandor asesino. Es el final. Los dueños originales del planeta han regresado a ocupar el lugar que les corresponde.
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