Imagínate la soledad como una casa con muchos espacios vacíos que conquistar. Cuando te familirializas con todas las habitaciones y has puesto algo tuyo en las paredes o te ha ocurrido algo en cada una de ellas, ese día te das cuenta que le has ganado la batalla.

Como todas las tardes mi amigo Galgo y yo salíamos del enorme edificio gris y compartíamos un breve trayecto hasta la estación del metro de Urgel. Luego con un adiós despreocupado le veía descender por las escaleras y yo cruzaba la acera para subir por Juan Español hasta el Paseo Santa María de la Cabeza.

Pero aquella semana se había sentido en la necesidad de hacerme entender utilizando una metáfora propia, que el dolor que sentía porque mi novia me había dejado se diluiría con el tiempo. Luego una mañana de camino al trabajo le atropelló un coche y simplemente desapareció.

Meses después, bajé por las mismas escaleras que le había visto descender durante cada tarde en cinco años y compré un billete para entrar en el metro. Desde el andén, mirando al otro lado de la vía, sentí que la puerta de una habitación desconocida acababa de abrirse.

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