En la vieja tierra prometida, los trenes volaban. Desde el andén flotante, trepó escaleras arriba. Y se convenció de que algunos lugares vivían mejor en la memoria.
Cuando abrió los ojos ya no había andén. El tren era el pasado de una vía entre maleza. La estación roja desteñía verde. Como si fuera un recuerdo cercano en el tiempo, pudo escuchar el recibimiento de la banda municipal. Pero la única música que sonaba era la del silencio.<?xml:namespace prefix = o ns = «urn:schemas-microsoft-com:office:office» />
Todo lo que quedaba del pueblo era un cartel con su nombre que el viento ardiente de verano mecía contra la pared. Cruzó la estación apartando la basura a patadas y enfiló la calle en dirección a su casa.
El espeso canto de las cigarras le perforaba los tímpanos. La tierra seca devolvía el sonido de sus pasos como si fuera asfalto. Saludó a su sombra con una elegante reverencia.
La puerta le devolvió un asfixiante olor a nada. Se sentó en la mecedora junto al cadáver de su mujer. Cerró los ojos por última vez. Y descansó.
Un tren se anunció a gritos. El andén rebosaba. La banda volvió a tocar. La calle se coloreó de gente. Ya no hacía tanto calor.
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