La playa. Para mí era un infierno, el viaje. Todos los veranos sucedía lo mismo, desde mis primeros recuerdos. Cada día había que coger un tren con asientos de madera, escalones desgastados y metálicos y olor a orín. Lo que más me gustaba era ver pasar las estaciones desde la ventanilla, pequeñas casitas con un señor que levantaba y bajaba un banderín y pitaba a la vez.

La playa, gigante, inmensa para mí. Kilómetros de arena y al final el mar, enorme, con sus grandes olas blancas. Siempre pensaba que si subía la marea no nos daría tiempo de alcanzar la carretera, que nos tragaría el agua. Y mi padre no decía que nos adelantásemos, que corriéramos. Se nublaba el sol, comenzaba a llover, y éramos los únicos que quedábamos en la playa, para ahogarnos.

El viaje. Junto al tren había que seleccionar a alguien con fuerza para que subiera en brazos a mi padre al vagón. Y al llegar lo mismo. Lo peor era ver desde el andén a mi padre en brazos de un desconocido como un saco de patatas. Terror a que se cayera.

Aún hoy no me explico cómo mi lugar favorito continúa siendo la playa.

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